Cuando un libro genera tantas reescrituras, citas y alusiones, historias literarias certeras o poco iluminadoras, es difícil pensar que se puede decir algo más sobre él. Y es también legítimo preguntarse si uno puede decir algo que no se haya dicho después de ensayos medulares de artistas como Walter Benjamin, Marcel Proust u Octavio Paz sobre Charles Baudelaire. Otro problema de acercarse a un libro con una fama previa es que el efecto de asombro puede condicionarse. Contra estos pretextos que no a pocos impiden escribir sobre lo que tanto se ha escrito, también es válido pensar qué se debe hacer para evitar la fosilización de ideas repetidas –sin ser cuestionadas– y renovar cierta experiencia de la lectura de los libros. Para eso están los lectores. Las flores del mal es uno de esos textos que se resiste a alguna simplificación epigonal e invita a que se siga leyendo, bien o mal, a que se siga justificando la existencia de la poesía en la vida contemporánea.
Charles Baudelaire (1821-1867), como otros letrados de origen burgués de su época, vivió de la escritura profesional. Se desempeñaba como periodista y crítico de arte, y fue un crítico de arte lúcido, que se dio cuenta muy temprano del valor, por ejemplo, de Manet y Wagner, y en especial de Edgar Allan Poe, a quien admiró e introdujo a las letras francesas a través de sus traducciones. Baudelaire vivió una época tumultuosa, las rebeliones de 1848, un momento de apertura de la movilización social, y este escenario en que triunfa la burguesía, el consumo y las exhibiciones comerciales, es un mundo que seduce y repele a los poetas. Sobre los llamados excesos de Baudelaire se ha escrito mucho. Fue uno de los primeros poetas en inducirse conscientemente el furor poético a través del consumo de drogas, así como los excesos del amor erótico, de los que atestiguan sus poemas inspirados en su amante Jeanne Duval y las enfermedades –probablemente venéreas– que aceleraron su temprana muerte a los cuarenta y seis años. Su biografía no debe ocultar lo que era esencialmente Baudelaire: un artista y un intelectual, una mente acostumbrada a pensar sin descanso. Con Baudelaire comienza una teoría (y experiencia) de la poesía que hoy llamamos moderno: la vida tramada a la experiencia artística, el libro de poemas concebido como una unidad, la voluntad de teorizar el quehacer poético, la experiencia sagrada en el plano secular, la crisis de la referencialidad, la exploración de los sentidos, entre otros.

Las flores del mal aparece primero en 1857, pero la edición que hoy circula es la edición definitiva, que agrupa casi todas las poesías de Baudelaire, a partir de la última publicación de 1868. Si bien es conocido que su estructura obedece a una idea de organicidad, y que inaugura la idea de «libro» de poesía, los diversos procesos de censura hacen difícil pensar en una intencionalidad primigenia, y queda el resultado final: un libro dividido en secciones temáticas que aluden a una experiencia límite, y que con el paso del tiempo fue aumentando hasta llegar a más de cien poemas, pero que sobre todo gira en torno a la idea de la experiencia límite del Mal, sobre el que trataré de aterrizar específicamente en la segunda reflexión sobre el libro.
La primera sección, «Spleen e Ideal», despliega la poética del libro («Au lecteur», «Correspondences», «Hymne à la Beauté»), luego las otras secciones serán temáticas: «Cuadros parisinos» (experiencia de la vida urbana), «Vino» (los excesos del alcohol), «Muerte» se refieren a la experiencia del yo a partir de diversos estímulos exteriores: una experiencia inmediata y siempre en el presente. Quisiera detenerme en algunos aspectos del libro en los que he reflexionado luego de esta última lectura: una de las experiencias capitales que introduce el libro es el de la urbe como tema poético, que desencadena el Ennui y finalmente, el sistema de correspondencias.

Primero, la palabra ennui del francés no tiene correspondencia en castellano (se ha tratado con tedio y en inglés la traducción usual es boredom y en italiano noia) y es que es una experiencia que, a mi parecer, posee un universo sensorial e intelectual ligado estrechamente a Las flores del mal, sin que esta palabra hubiese sido inventada por Baudelaire. Como el spleen, el Ennui es una sensación que no es negativa ni positiva, y se manifiesta como una suerte de enfermedad que puede experimentarse de manera física, pero es un tipo de melancolía producida por el movimiento urbano y una nueva experiencia del tiempo. Como bien lo notó Walter Benjamin en su fragmentaria recreación del mundo en que vivió Baudelaire, el París finisecular, Passagenwerk (Obra de los pasajes), el ennui es producido por un nuevo efecto en la ciudad del movimiento del capital y el consumo, así como la separición del poeta de alguna comunidad. Es en este momento en que se cuestiona la idea de un poeta oficial, vinculado al poder estatal y la plena identificación con la esfera urbana. Esto ocurre por una idea capital que se enfatiza en Las flores del mal: el mundo burgués opera por la acumulación del dinero por medio del trabajo, mientras que al arte no puede involucrarse con propósitos utilitarios. Su circulación implica dejar la lógica de la acumulación y la reinversión. Significa poner en circulación el exceso, entregarse al lujo de la creación, no a la lógica de la usura, una acumulación que impida la circulación del arte. Este gesto encontrará en Mallarmé el lado más radical, cuando en su teoría del simbolismo divida la esfera poética al mundo profano. De la misma manera el primer predicador de la ociosidad («plus oisif que le crapaud«-«más ocioso que un sapo»), Arthur Rimbaud sabía bien que no se podía someter la creación poética al trabajo. Cuando abandona la poesía y se dedica a la vida del profit en Harar es consciente de ello. No significa, sin embargo, que los poetas modernos no trabajaran –salvo Rimbaud, el anacoreta–. Baudelaire encontraba en su trabajo como periodista un importante medio de discusión de sus ideas estéticas y el contacto con la comunidad artística. Por más que Mallarmé detestara su trabajo como profesor de inglés, lo ejerció según testimonios de la época, con mucha disciplina.

Fuera de los circulos de prestigio social, el poeta empieza a identificarse o crear una comunidad con grupos desplazados (clochards, alcohólicos, prostitutas) a causa del crecimiento de la ciudad y la burguesía, y pretende ingresar a esta comunidad. Se encuentra en el lugar privilegiado del espacio letrado, pero su filiación afectiva se mantiene con los marginados. Esto no es solo un principio superficial, que afecta una imaginería de la poesía, sino una aspiración vital. Baudelaire tiene relaciones duraderas con prostitutas y su experiencia del amor fuera del código burgués le permite acceder a una experiencia erótica distinta. En ese aspecto, hay una gran diferencia con el nihilismo, y es que el ennui puede (o debe) potenciar la creación. Es el punto de partida de la experiencia creadora y transformadora, en que no rige una idea de la redención del mundo o la transfiguración en un bien trascendente, sino la búsqueda de la experiencia extrema y diversa. Su poesía entonces comienza a borrar las oposiciones con que se organiza la vida de la ciudad. El Bien y el Mal, codificados por la moral como opuestos, empiezan a entenderse como una experiencia que pertenece a un mismo orden, el de la esfera sagrada a la que se accede por los sentidos. Una muestra de ello es el poema «Correspondences», en que los atributos negativos se corresponden con los positivos: la Naturaleza los acoge todos: «Comme de longs échos qui de loin se confondent /
Dans une ténébreuse et profonde unité» (Como largos ecos que de lejos se confunden / en una profunda y tenebrosa unidad). En esta esfera se sumerge el poeta.
El gesto de inicio de Baudelaire es de cuestionar las fronteras conceptuales del lenguaje, que moldean el mundo a media del «concepto» mental y no del mundo de la experiencia del cuerpo. Las flores del mal abre la posibilidad de acceder (o redescubrir) una dimensión que el propio lenguaje y la moral cristiana han desterrado, creando una puerta que permita ingresar (y hablar) por primera vez de la autonomía del lenguaje poético, como una realidad inmanente. Este gesto se entiende, procesa e institucionaliza en el siglo XX. Parece nuevo pero tiene más de ciento cincuenta años. [Miluska Benavides]