Voces de Chernóbil, de Svletana Alexiévich

libroblogalexievichLa entrega del último Nóbel de Literatura a la bielorrusa Svetlana Alexiévich (1948) ha fomentado una serie de reacciones que por un lado celebran la entrega del Nobel como un gesto reivindicativo del periodismo, y por otro lado, critican el valor no literario de la obra de la Nobel. Con el paso de las semanas, estas posturas parecen haber formado un imaginario sobre su obra, acaso debido a la poca difusión de sus traducciones. Este no fue el caso del Nobel pasado, Patrick Modiano (Francia, 1945), cuyas obras, sobre todo gracias a Anagrama, tenían una cierta circulación entre los lectores en lengua castellana. Debo reconocer que con la noticia, mis primeras sospechas apuntaron hacia el carácter utilitario que se estaría celebrando en la obra de Alexiévich, y que fue en efecto lo que las primeras noticias anotaron sobre sus libros: sobre la necesidad de prestar atención al regimen soviético y la sociedad bielorrusa; factores de su obra que solo después de la lectura de este libro encontré como opiniones nacidas del defecto de no recurrir primero a los libros.

Es interesante notar que en entrevistas, Svetlana Alexiévich dice no considerar su trabajo como reportaje o periodismo –como un comentario poco acertado pueda señalarlo— y en efecto, sus obras lo prueban así. Aunque tanto su formación académica como su ocupación laboral hayan estado vinculadas a la escritura periodística, Alexiévich prefiere ser llamada escritora de proza, una categoría que en su tradición, la literatura en lengua rusa, agrupa tanto la ficción como no ficción.

Hija de profesores rurales, Svletana Alexiévich estudió periodismo en la Universidad del Estado de Belorusia, durante el regimen soviético. Como otras artistas rusas críticas el regimen –como Lyudmila Ulitskaya (Baskortostán, 1943)–, ha optado por la disidencia, y después de haber vivido en Europa por varios años, ha regresado a Minsk, Bielorrusia, y vive al lado de su sobrina. El catálogo de la obra de Alexievich muestra un proyecto que aborda grandes experiencias contemporáneas como la guerra (La guerra no tiene rostro femenino, Los chicos del Zinc), la sensibilidad de la colectividad soviética (Época del desencanto) y el desastre nuclear de Chérnobil (Voces de Chernóbil). Voces de Chernóbil, aparecido en 1977, es su libro más traducido. Conoce dos ediciones en castellano (Siglo XXI, Penguin Random House). En inglés apareció en la traducción de Keith Gessen (Picador, 2005) –editor y traductor ruso radicado en los Estados Unidos–, y es la edición que comentaré.

Liquidadores de Chérnobil, setiembre de 1986. Foto de Igor KostinEste último, 

La catástrofe nuclear de Chérnobil, entonces un pueblo de aproximadamente catorce mil habitantes, ubicado entre Ucrania y Belorrusia, ex Unión Soviética, ocurrió en abril de 1986, y es considerado, ahora con Fukushima, uno de los accidentes nucleares más graves. El saldo social y ambiental de Chernóbil es incomparable, y acaso por ello y por la situación política en que se encontraba la URSS –previo al deshielo, pero todavía en Guerra Fría– las noticias sobre Chernóbil llegaban a «Occidente» como una nube de la que se especulaba mucho pero se sabía poco. Sin embargo, como señala Alexievich en su epílogo al libro, después de veinte años de ocurrida la catástrofe y con la caída del régimen soviético, los hechos están ahí y descubiertos. A pesar de parecer simple, esta afirmación es una toma de postura, ya que lo que le interesa al libro es capturar el «rumor». Dice Alexiévich en el epílogo del libro: «Siempre pensé que el simple hecho mecánico, no está más cercano de la realidad que un vago sentimiento, rumor, visión. ¿Por qué repetir los hechos? Encubren nuestros sentimientos. El desarrollo de estos sentimientos sobre los hechos es lo que me fascina. Trato de encontrarlos, recolectarlos y protegerlos».

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Alexievich en Kabul, en 1988

Desde esta poética Alexievich diseña un libro que expone la experiencia –y no una explicación o un discurso– sobre Chernóbil. Los procedimientos de los que se sirve para articular una experiencia (no discursos) proviene, justamente de elementos formales. El primer paso es el borramiento del «yo» del reportaje o la crónica periodística. En Voces de Chernóbil no existe un «yo» que procese las voces, sino las voces  –y valga esta redundancia– elaboran un  fragmento propio de la experiencia sobre la catátrofe. Resalto el carácter fragmentario del monólogo, porque no siempre estos cuentan completamente una historia, o brindan información reveladora, sino simplemente elaboran un guiño, o acaso una nota muy personal sobre Chernóbil. Así, pueden ser historias: «Tres monólogos sobre una sola bala»; rumores «Monólogo sobre escribir sobre Chernóbil», o coros: «Coros de niños». Un segundo aspecto importante es que a diferencia de la crónica, no existe una necesidad de concatenar narrativamente ni ofrecer una postura intepretativa como el discurso histórico; el libro despliega una serie de monólogos que superpuestos otorgan una lectura: puede crear un efecto de densidad, pueden contradecirse, pueden simplemente ser y no explicar. Desde la experiencia directa de los que vivieron Chernóbil, el libro resuelve un reclamo de  Walter Benjamin hacia le lenguaje periodístico por su falta de vínculo con la «experiencia» humana: el libro trata de restituirla y lo logra desde su diversidad. Leemos los monólogos de los liquidadores de la planta de Chernóbil, bomberos, sus mujeres (viudas, hermanas, madres), los desplazados, los campesinos, ancianos, científicos, los encargados de los animales de Chernóbil, los médicos, la intelligentsia de Chernóbil, el ejército, los niños, miembros del partido. La multiplicidad genera un efecto de totalidad.

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Jabalíes en Chernóbil, hoy ciudad despoblada

En otro nivel, es importante señalar dos aspectos: la forma en cómo se aborda la catástrofe, y el procesamiento emocional que en el libro adquiere el estatuto de juicio. El libro da cuenta de cómo la catástrofe nuclear se ha procesado en su dimensión fáctica: los monólogos dan cuenta de que los eventos se procesan según experiencias pasadas: la catástrofe se compara con un estado de guerra, pero un estado de sitio en el que no existen enemigos ni culpables, sino un desconcierto que las autoridades tratan de calmar, aunque no saben a qué se enfrentan: «Era la forma militar en cómo ellos (las autoridades) lidiaban con las cosas. No sabían hacerlo de otro modo (…) El mundo está construido por la física, no por las ideas de Marx» (197) . Este encuentro pone en tensión diversas formas de vida que la imaginación del hombre soviético parece haber desterrado de la propaganda oficial: la existencia de comunidades rurales que se alimentan de sus propias cosechas, vidas autónomas a espaldas del triunfalismo de la propaganda estatal. Esto es importante porque expone diversas sensibilidades que se encuentran. Por un lado están las viejas generaciones de rusos que han vivido la Segunda Guerra Mundial y quieren resistir estoicamente la contaminación; y por otro las jóvenes generaciones, entre ellos los liquidadores, que sea por dinero o por lealtad a los valores de la nación: la virilidad, cierta heroicidad, reconocimiento colectivo frente a la supervivencia individual, se arrojan a la muerte –acaso sin saberlo– en Chernóbil. Estos dos gestos de resistencia frente a la catástrofe responden a dos formas diferentes de procesamiento del evento histórico desde la resignación por un lado, y el discurso redentor por otro.

La radiación opera de manera monstruosa y sobrenatural, y vence finalmente. Los monólogos desnudan la relación asimétrica entre el hombre y la naturaleza, y cómo la contaminación puede alterar incluso lo que se cree intocable, como la tierra de la que se cocecha los alimentos. Los monólogos descubren el abandono en que se encuentra –ante el desastre– el cuerpo como una entidad biológica, aunque las cifras de muertos, los síntomas y el informe de laboratorio no interesen al libro, sino la interpelación de los sujetos afectados por la violencia con que ocurre la muerte. Quizá por ello las dos historias de mayor intensidad y carácter universal abren y cierran el libro: los monólogos de dos mujeres, las esposas de un bombero y un liquidador, que ven morir a sus seres amados tras una penosa agonía y con el cuerpo destrozado por la radiación. El caso es extremo porque las historias ponen en circulación la intensidad –y a la vez precariedad– del amor ante la muerte. Esta se presenta en su forma más trágica: como una fuerza inexplicable, como resultado de una fuerza que se ensaña con los cuerpos: invisible y mortal. Es ahí cuando uno se pregunta, ¿cómo es posible procesar discursivamente aquello que se presenta como una experiencia sobrenatural? Y por otro lado, ¿qué es el dolor y la muerte sino experiencias que no pertenecen a la plano de la razón? Ante estas preguntas que dejan al descubierto el carácter no-fáctico las consecuencias de las catástrofes, sean cual sean sus causas, el libro responde poniendo en circulación un procesamiento de los hechos desde la experiencia directa, apelando al recuerdo a partir de la emoción, que saber tejer juicios sobre la historia. En este aspecto el libro no es un libro de historia ni un reportaje. No ofrece una explicación o una versión de los hechos desde una subjetividad que intenta darle sentido. Porque la catástrofe es incomensurable, esto sería imposible. Se requiere de una serie de experiencias para diseñar un panorama de la experiencia. El resultado del procesamiento del dolor y la muerte desde un solo «yo» ha tenido como consecuencia pocos resultados memorables: las ficciones de carácter temático sobre el dolor acaban por encerrarse en discursos moralizantes o de corrección política. Voces de Chernóbil desde sus procedimientos formales evita caer en un enmarcamiento discursivo; sabe impornerse como un texto en que la forma organiza el procesamiento del evento.

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No conozco –aún– otros libros de Alexievich pero por la forma de composición de Voices de Chernóbil habla de una autora preocupada por la técnica, –cómo no, si tal como ella señala, ha sido educada en la gran literatura rusa–. Por el carácter de este libro, y podría situarla junto a otra obra galardonada, pero que a diferencia de tantos otros Nobel, todavía sigue siendo reveladora. Y es que por su carácter textual y artístico, no es una exageración leer a Svetlana Alexiévich en la tradición de la apabullante obra de Alexander Solzhenitsyn, Nobel de 1970. [Miluska Benavides]

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