La poesía contemporánea del Perú, antología de Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy y Javier Sologuren

La publicación de La poesía contemporánea del Perú (Ediciones Cultura Antártica, 1946; reedición facsimilar con prólogo de Inmaculada Lergo, Biblioteca Abraham Valdelomar, 2013) representa un antes y un después en la historia de la literatura peruana. Con el componente de arbitrariedad propio de toda antología, esta importa porque se ocupa de una época irrepetida del quehacer literario en el Perú. Es dificil encontrar en la poesía peruana algo que se haya hecho que no consista en una radicalización de sus programas o que se autojustifique en un afán de darles la contra, algo que no obligue a releerlos y repensarlos. La antología abarca uno de los periodos más fructíferos de la literatura peruana, que no solo ha generado el sentido de pertenencia a una tradición, sino que es afín al high modernism europeo en su impronta experimental y en los años que implican sus polémicas. Su interés no es solamente, como quieren muchos, el del canon, pues su recepción, pese a la extensa bibliografía que se ocupa de ellos, ni los explica del todo ni los agota. La falacia interpretativa de explicar la literatura por el tema nacional hace que todavía haya segmentos amplios de la obra de estos autores sin comentar, relacionar o problematizar. Lejos de la premisa que piensa la poesía como un divertimento irrelevante, estos textos influyen diversas formas de escritura de un modo que, en el canon peruano, otros géneros textuales no han podido sino en contadas ocasiones.

La poesía contemporánea del Perú obligó a repensar los saberes asumidos hasta la década de 1940 sobre la escritura poética. Lo primero que ofrece la antología de los entonces jóvenes Eielson, Salazar Bondy y Sologuren es una lógica hoy poco frecuente: un prólogo en el que se explica la obra rastreando los programas estéticos desde los cuales los antologados forjan su escritura. No se trata de la oferta de un paradigma que quiere borrar a su antagonista, suplemento, o pretendida versión verídica o mejorada. Por ello, esta antología debe ser tomada así como un buen ejemplo de lectura: no hay una explicación que apela al capital cultural de un poeta clásico o prestigioso, nacional o internacional, ni hay una valoración que busca la identificación con el escritor, o validarse al versionar la obra de alguien más. La poesía contemporánea del Perú destaca algo que en la escritura es tan inusual como difícil: la conformación de una obra que pueda definirse por un programa estético autónomo, y por el abordaje de experiencias que no se deciden en relación a grandes relatos empleados como capital cultural (en épocas posteriores, el debate de la poesía pura y la poesía social, la guerra fría, la Revolución Cubana, el conflicto armado interno, etc).

Edición facsímil de la primera edición de 1946

Debe destacarse por ello que, sin incluirse ni incluir a sus amigos, los antologadores se enfoquen en la obra de cada autor, así como en la procedencia y continuidad que sus obras representan. Los breves ensayos sobre la poesía de José María Eguren, César Vallejo, Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen, Xavier Abril, Enrique Peña Barrenechea, Ricardo Peña Barrenechea y Carlos Oquendo de Amat quieren y logran señalar la especificidad de las contribuciones estéticas de cada obra. Sin embargo, este principio, que opera bien para casi todos los poetas seleccionados, se vuelve discutible cuando se contrastan las impresiones de los antologadores con las muestras de Xavier Abril, Ricardo Peña Barrenechea y Enrique Peña Barrenechea. Frente a la solidez de las propuestas estéticas de los demás poetas, los antes mencionados ofrecen una obra menor y derivativa en relación tanto al nuevo canon ofrecido por esta antología, como a la poesía lírica española que antecede y convive con el surrealismo. El caso de Xavier Abril es el más penoso del conjunto, según se puede advertir al comparar su trato discursivo del surrealismo con la elaboración creativa de Westphalen, o su visita a motivos poéticos como el de la rosa, decisivo en la poesía de Martín Adán.

El programa estético de la antología está en el epígrafe: “sepultar en la sombra al árbol del bien y del mal, desterrar las honestidades tiránicas, para que dirijamos nuestro purísimo amor”, de Arthur Rimbaud. Poco tomada en serio, la cita es es en sí misma una lección de cómo un epígrafe se debe a su relación con un programa estético y no al saqueo de un referente prestigioso. Tres son sus implicaciones: leer fuera de la conceptualización binomial y oposicional con que se imagina la cultura, leer fuera de la idea o convicción de que una cierta moral o ética validan o definen un programa artístico, y, finalmente, medir la poesía por las fuerzas con las que esta dirige un tipo de experiencia.

#Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy y Javier Sologuren, antologadores.

El prólogo, firmado por Sebastián Salazar Bondy, es una toma de posición que se verá continuada en las obras de Eielson y Sologuren. La propuesta inicial del texto discute el lugar de Manuel González Prada como iniciador de la modernidad poética en el Perú. Los elementos evaluados son hechos puntuales: es una obra en la cual la indagación poética es prolífica en experimentación con formas versales variadas, que introduce hábitos de escritura poética como la concepción de una poesía que no se puede llamar lírica porque también es narrativa, y que concibe los poemas en relación a las experiencias del hablante o voz. Como mucho de lo escrito por Salazar Bondy, dichas contribuciones resultan algo acertadas y al mismo tiempo un tanto erráticas. Pese a la ausencia de un libro propiamente logrado en su obra poética, González Prada no fue “un romántico más” (8) sino un ejemplo de lo que hay que hacer en un medio en el que todos se ponen de acuerdo para que la esterilidad sea la norma. En vez de reproducir provincialmente la influencia del romanticismo español, González Prada se constituye en nuestro único romántico de verdad cuando advierte la pobreza del caso español (especialmente comparado con el alemán, el francés y el inglés), y decide acercarse directamente a las tradiciones alemana y francesa en especial, como consta al leer su poesía, sus manuales de métrica y sus comentarios literarios y políticos. Baste como ejemplo comparar la poesía de González Prada con la obra del romántico peruano más leido, Carlos Augusto Salaverry, quien convierte el problema del conocimiento del mundo por la experiencia sensible en predecible verso amoroso, a la manera del poema lírico del XIX peruano.

Manuel González Prada

Mientras Salaverry es en sí mismo un callejón sin salida, Salazar Bondy ve a González Prada por sobre el hombro por considerarlo precursor del que considera el mal mayor con que su generación ha lidiado: José Santos Chocano. Chocano es valorado en negativo con razón, pues convierte la pesquisa de Manuel González Prada en cita de autoridad. Su posicionamiento en el medio literario peruano se describe basado en una práctica que la narrativa peruana contemporánea está haciendo hasta la saciedad: la importación de una estética que repite, sin contribución, alguna fórmula, en algún momento prestigiosa, pero que va entrando en desuso. Para Salazar Bondy, Chocano repite a Darío apelando al prestigio de un programa conceptual sin variaciones, confiando en sus experimentos formales sin mayor cuestionamiento.

El primer poeta de valor en la antología es Eguren. Autor de una obra poética singular, que nace en el espectro de referencias románticas alemanas que González Prada inaugura en Perú (dato que no reconoce Salazar Bondy), Eguren es recordado por su inclinación a abordar un mundo en el que el insumo poético recuerda la operación de fuerzas primordiales, en el que la sonoridad, la acción y el cromatismo son tamizados con profundidad en versos de arte menor, buscando precisión y síntesis. La renuncia al problema de la voz y el yo poético como estrategias fundantes de la poesía precede el calado de las vanguardias históricas en el Perú, y procede de los romanticismos alemán y francés que González Prada reelabora antes de la influencia del modernismo. La valoración de Salazar Bondy olvida también que la idea de la fiebre romántica (10) es una construcción de factura peninsular, visible en los acercamientos en los que el romanticismo es una retórica, y por ello un asunto de segundo orden. En Eguren, la paradoja del espíritu (11) que comenta Salazar Bondy opera lejos del influjo de la modernidad o en tensión con ella, como es el caso de las generaciones de románticos posteriores a 1820.

Salazar Bondy denuncia otra práctica derivativa y de cita cultural con el grupo Colónida,  ejemplo de cómo la inversión en declarar la propia novedad mediante la polémica tiende a carecer del respaldo de una obra, y no representa por ello contribución efectiva. Perdidos en el periodismo, como dice Salazar Bondy, su trabajo consistió en buenas intenciones de circunstancia, que encuentran expresión en una poesía que, sin ser menor, no constituye lo más logrado de la obra del escritor de Ica.

César Vallejo

El segundo poeta valorado por Salazar Bondy y Eielson es Vallejo, considerado con justicia el autor más importante de la muestra. Las razones son pocas, pero ciertamente irrefutables: la condición no derivativa de una gran parte de su obra (partiendo de referentes reconocibles), su profundo arraigo en modelar y recomponer la inteligencia del idioma (visitando obras de diferentes intereses y escritas en diferentes variedades y registros del idioma), y su voluntad de dar cuenta de experiencias particulares del hombre (11-12), que se resuelve en tres dilemas: la experiencia religiosa secular –es decir el catolicismo vivido y sentido socialmente-, la dimensión social de la existencia y la solidaridad de especie. Eielson agudiza más esa lectura y destaca cómo Vallejo solo pagó tributo a quienes en efecto parecen tener algun valor, como González Prada, y luego omite para bien a una larga serie de glorias sin gloria nacionales. Su lista de contribuciones de Vallejo sigue hasta hoy abierta a la discusión: explorar la dimensión prehumana del sufrimiento, la naturalidad de la ternura, la experiencia vivida del género, el pathos cristiano, la melancolía de los afectos familiares, y la condición común de lo peruano arraigada en lo sensorial. Eielson y Salazar Bondy coinciden en señalar la novedad de Vallejo por cómo el lector se ve obligado a la experiencia del poema, a dejar la lectura de poesía como entretenimiento, o a imaginarla como el manejo de una retórica a la que se le atribuyen valores dados (12), esto último de penosa actualidad, incluso entre gente que escribe creativa o críticamente. Tal vez allí radique la explicación del odio gratuito a Vallejo en generaciones posteriores de poetas cuyo programa depende de repetir y sostener una retórica. Otro factor es que Vallejo pone una valla alta para quien escribe poesía en el Perú: en una empresa casi repetida por nadie, Vallejo, que inicia su programa en afinidad con el modernismo y sus importaciones francesas, consigue una escritura inédita a pesar de los ecos modernistas de Los heraldos negros.

Martín Adán

Martín Adán es el poeta que conforma otro caso capital en el volumen. Para Eielson, con la elección de su seudónimo, Adán escoge la lectura iconoclasta, es decir va contra la posibilidad de explicar el poema por la biografía, y hace de la experiencia lírica un movimiento constante de la confusión y la dificultad con que las experiencias frustran la posibilidad del conocimiento fáctico. Ante una poesía que la crítica aborda como repetición de motivos como la rosa, o la entrega a formas versales como la décima o el soneto, Eielson propone una ruta de investigación poco abordada cuando enumera los problemas centrales de la poesía de Adán: la metafísica, el éxtasis estético, la vigilia interior en espera de la comunión espiritual, la correspondencia entre belleza y verdad, y el uso de una retórica amorosa para tratar las problemáticas del espíritu y el conocimiento (como en San Juan de la Cruz y Sor Juana Inés de la Cruz). Aunque la propia poesía de Eielson es asidua visitante de dichos problemas, las búsquedas de Adán ocurren en relación a un uso del lenguaje abierto a variados registros, épocas e idiomas, y a la síntesis de las experiencias en su sentido primordial.

Otro fenómeno descrito por Salazar Bondy radica en la promoción de una poesía lírica de tema indigenista en la revista Amauta, que dirigiera José Carlos Mariátegui. Comparándola con la poesía nacional cubana de la década de 1940, Salazar Bondy señala bien que, en ambos casos, la invención de una retórica popular genera la impresión de que sus artificios son efectivamente populares y espontáneos, borrando su carácter dirigido. Si bien esta percepción es acertada, en ella se encuentra el motivo de una de las grandes omisiones de la antología: la ausencia de textos de Alejandro Peralta. Basta leer Ande (1926) o El Kollao (1934), dos libros que, siendo accesibles, plantean mayores retos y ofrecen experiencias más inéditas que las del predecible Xavier Abril. Este último es equívocamente agrupado con Westphalen por la afín matriz surrealista de su poesía (13). Sin embargo, debe decirse que donde Abril es un visitador de temas y formas que se resuelven en su eficacia preestablecida y en el valor cultural de sus referentes, Westphalen publica dos libros de nueve poemas cada uno (Las ínsulas extrañas (1933), Abolición de la muerte (1935)) que insertan la imaginación del surrealismo en el medio peruano, pero que adquieren resonancia en la poesía del idioma por llevar a otra dimensión un mecanismo repetido hasta el bostezo por los surrealistas: la escritura automática.

morowestphalen
César Moro y Emilio Adolfo Westphalen

El abordaje de las estéticas surrealistas y sus implicaciones merece discusión en el contexto de la antología. Frente al automatismo del orden visual (que se escribe contra la asociación de la proposición lógica, la asociación causal, la cronología o la producción de un sentido), la asociación aleatoria entre unidad de verso y unidad de imagen pone en el centro de la experiencia estética el modo en que el azar cuestiona al lector y su conciencia sobre el acto de lectura. A diferencia de un surrealismo como el de Abril, en el que hay una amplia confianza en el estatuto poético de un cierto léxico, Westphalen produce la tan mentada crisis del lenguaje al señalar que la experiencia en sí es una crisis del lenguaje. Por ello, la poesía de Westphalen no se articula en la enumeración caótica (versos que expresan en variaciones un mismo fenómeno o que generan una lista de fenómenos afines), sino en la asociación de imágenes análogas a la trama de un mundo que se hace más confuso a medida que se vuelve más familiar. Esta disposición es fundamental para entender su diferencia con la poesía de César Moro, quien, aparte de publicar en francés gran parte de su obra, terminaba en 1939 el libro que más se le conoce, La tortuga ecuestre, recién publicado en 1957. Aunque las cualidades de la poesía de Moro son innegables y residen en desplegar una imaginación variada y creativa, sus poemas tienden a la elaboración lírica y visual sobre lo liberador del amor ante el orden de la razón. Pese a esa clave unívoca, la poesía de Moro resulta más compleja que la de Abril y la de Enrique y Ricardo Peña.

La inclusión de Oquendo de Amat es polémica por el deliberado rechazo de la disposición espacial de los poemas que hacen los antologadores. Esa disposición espacial es la forma en que 5 metros de poemas (1927) se distingue de algunas de sus fuentes: la imaginación visual del surrealismo, basada en la asociación libre, así como el poemario conceptual propio de la modernidad urbana. Procedente del circuito de la modernidad poética puneña de la década de 1920, Oquendo se distingue no por introducir el trabajo visual en el poema peruano, sino por hacerlo funcional a una idea de libro, y hacer que dicha funcionalidad sea percibida a la manera de las experiencias vividas y sentidas. No hay en Oquendo el esfuerzo de mencionar la máquina por su novedad o porque adorna el poema: sus hablantes líricos dan cuenta de experiencias que afectan directamente su experiencia del mundo. El efecto del cine se vuelve un motivo para reflexionar cómo, en 1926, el influjo de un formato audiovisual puede transformar la percepción de la manera que se dramatiza en el libro. Una intención análoga puede leerse en Cinema de los sentidos puros (1931), de Enrique Peña Barrenechea, el que acaso constituye su mejor poemario, pero carece de la exploración espacial que hace más complejo y preciso a Oquendo. Por último, el criterio con el que se valora a Oquendo también revela el motivo de otra ausencia notoria: la de Alberto Hidalgo. Excesivo e irregular en más de un libro, Hidalgo entregó al menos dos libros impecables, variados y directos: Simplismo (1923) y Química del Espíritu (1925). Tal vez su descarte guarde relación con la actitud polémica que lo caracterizaba, sus convicciones políticas, o responda al celo de los editores ante un poeta reconocido en el extranjero.

Esta antología nos dispone, por primera vez en el caso peruano, a la necesidad de dejar de medir el panorama en el gusto de un patrón formal o un tema, y pensar en cómo toda una producción requiere ponderar la experiencia a la que el artefacto poético obliga. También nos hace pensar en qué medida las épocas repiten, en función a coordenadas históricas particulares, las tomas de posición y las polémicas a las que atienden. No debe olvidarse que esta antología responde al debate de los años 30 sobre una poesía pura y otra comprometida. En un periodo de la historia en que el vanguardismo internacional asumía la palabra vanguardia como expresión artística y política conjuntas, la producción de artes con discurso pro-revolución genera una bifurcación de la que no habrá vuelta atrás. En el caso peruano, los primeros en hacer esta distinción no son los poetas que empiezan a publicar en 1945, sino los grupos poéticos de los años 1920 y 1930, lastimosamente nunca mencionados por quienes, años más tarde, se jactaban o jactan de haber inventado la poesía social. Por otro lado, como recuerda Inmaculada Lergo, esta antología va a influir otras, como las de Alejandro Romualdo con Salazar Bondy (1957), la de Alberto Escobar (1965), y otras posteriores, estableciendo la idea de que contamos con una tradición que dista de ser periférica, pues cuenta con un momento tan productivo como particular. [José Miguel Herbozo]

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