El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche

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De escribirse una historia de las monografías rechazadas por la academia que renovaron el campo intelectual, dos ocuparían un lugar destacado: Ursprung des deutschen Trauerspiels (El origen del Trauerspiel alemán) que escribió Walter Benjamin para postular a una cátedra en la Universidad de Frankfurt en 1925, y décadas antes, Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik (El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música), primer libro de Friedrich Nietzsche como filólogo de lenguas clásicas, escrito entre 1871 y 1872. Dos similitudes son clave: ambos trabajos fueron rechazados por expertos del campo y ambos estudian formas artísticas extintas, el drama barroco alemán, Trauerspiel, y la tragedia griega. Ajenas al criterio académico-laboral de sus disciplinas, la filología y la crítica literaria, estas dos monografías se dedicaron a los lectores del futuro.

Tenía veintiocho años Friedrich Nietzsche (1844-1900) cuando le dieron la cátedra de filología griega en Basilea. Apartado del medio intelectual oficial, por esos años el joven Nietzsche encontró en sus amigos, los historiadores Jakob Burckhardt y en especial Franz Overbeck, interlocutores que hicieron posible la escritura de El nacimiento de la tragedia. la tesis del libro puede variar según el lente de un historiador de la filosofía, un filólogo, un filósofo o un artista.

A casi ciento cincuenta años de su aparición, el libro parece producto de una mente que florece sola, pero su carácter sintoniza con un renovado interés en la mitología griega heredada de los románticos alemanes -como el fervor dionisíaco de Hölderlin-. El libro de Nietzsche no se explica solo como consecuencia de productivas lecturas de Schopenhauer o Kant sino por sus libros precursores. Hacia comienzos del siglo XIX el helenista alemán Georg Creuzer publicó su estudio sobre el dios griego Dionisos, Dyonisos (1802), y en 1812 su capital Simbolismo y mitología de los pueblos de la antigüedad, particularmente de los griegos. Otra influencia monumental en Nietzsche y los poetas alemanes modernos fue la obra Johann Jakob Bachofen, quien publicó su Aproximación a los símbolos en las tumbas de los antiguos (1859) y El derecho materno (1861), su estudio sobre el matriarcado como sistema de gobierno en el mundo antiguo. Finalmente, Karl Otfried Muller publicó por largos años -desde 1820- una serie de libros de historia del mundo antiguo griego y etrusco. A diferencia de la historiografía dedicada a crear una historia monumental -o un museo de antigüedades- estos libros mostraron la existencia de civilizaciones alternativas a la modernidad; fueron libros que reaccionaron contra la Ilustración.

Lo apolíneo y lo dionisíaco

Objetivamente, El nacimiento de la tragedia estudia el origen de la tragedia griega según dos principios, el apolíneo y el dionisíaco. También puede ser una poética del arte moderno: su asunto es el arte como legítima interpretación de la realidad.

Para Nietzsche, la tragedia griega es la síntesis de la antítesis entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Ambos son atributos -modos de ser- tanto como interpretación (ilusión) como  filtro de la realidad. Por sus atributos, Apolo gobierna todo aquello que posee límites y produce formas. Patrón de las artes de la representación y la armonía, Apolo produce la realidad en figuras, le otorga recipientes, individualiza los objetos y los entes que habitan el universo. En la tragedia, el atributo de Apolo se manifiesta en los personajes individuados (los héroes trágicos, por ejemplo) y en la trama; el sentimiento trágico se revela cuando la muerte amenaza a los héroes: cuando desaparece el principio apolíneo de individuación.

Encarnación de las fuerzas primitivas, Dionisio canalizaba la realidad bajo formas que simulaban flujos o movimiento. A diferencia de lo apolíneo, estas formas no poseen límites establecidos ni principio de individuación. Sus atributos se expresan en ondas, sonidos, experiencia de multiplicidad: como el extinto ditirambo o el coro de la tragedia. El influjo de Dionisio restituye la unión con lo que Nietzsche llama «principio de unidad»de la naturaleza; salva de la angustia causada por la pérdida de la individuación. En el ritual de la tragedia los espectadores se perdían en la fruición de la disonante música dionisíaca, se unían al flujo de la unidad. Para Nietzsche la música es el horizonte de un nuevo ritual moderno: el arte de Richard Wagner es la clave para entrar a un nuevo estado de la cultura.

Uno puede caer en la trampa de razonar desde la moral, es decir, elegir cualquiera de los atributos. Nietzsche es enfático al afirmar que la tragedia es resultado de la síntesis de ambos principios; sin uno u otro el ritual no podría realizarse. Elegir y seguir la lógica de la razón, según él, acabó con la tragedia griega. En la segunda parte del libro se despliegan argumentos contra Sócrates y Eurípides: se les culpa de la agonía de un rito primordial. Nietzsche descarga contra la entronización de la razón; lamenta que el arte occidental  haya agotado el brillo del arte apolíneo; reniega que se haya condenado a la extinción las formas dionisíacas. El filósofo poeta pide el regreso de Dionisos en la forma-flujo de la música. La trampa en que cae él mismo es su ciega celebración de Wagner y una paradójica preocupación por el carácter alemán que los nacionalsocialistas redujeron a nada más ajeno a Nietzsche: el culto a lo «bárbaro». La mención a Wagner no es ociosa: el libro, como todos los que escribió Nietzsche, se preocupó por el nuevo arte.

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Diónisos 

El mito y la forma

La discusión que inaugura El nacimiento de la tragedia no está cerrada hoy porque se refiere a los asuntos del arte moderno: el problema de la representación y la individuación. El estudio de lo “apolíneo” y “dionisíaco” de Nietzsche es coherente con la lógica de la cultura griega antigua, y también puede ser un prisma para entender las decisiones artísticas de Occidente. En primer lugar, Apolo es parte de la dinastía de dioses olímpicos que encarnan principios ordenadores formales, distinta al linaje de titanes a la que pertenecen Dionisos y Prometeo. Si Apolo es patrono de la música armónica y las artes plásticas es porque su lógica de ordenamiento opera a partir de la interpretación -o creación- de una estabilidad. El culto de Dionisos se articula en formas que se podrían denominar pre-olímpicas, y que corresponden a la interpretación del mundo en constante movimiento, un universo cuya materia no es estable. Por ello el estado dionisíaco revela las formas del exceso, como la música, la danza; sus procedimientos formales son la encarnación de estados: ebriedad y alucinación inducida por plantas. De esta forma, el mundo se manifiesta como ondas y flujos, como materia no-estable. Debido a que el modo de presentación (y representación) del arte apolíneo son las formas “estables”, sobrevivieron sus ruinas. Sin embargo, porque el arte dionisíaco se expresó en la música, el ditirambo, la música de la tragedia o el rapto de los misterios, no quedó registro material.

¿Qué puede decir esta interpretación de dos principios griegos sobre arte moderno? Se puede afirmar que a Nietzsche le resulta cautivante que sea posible existir y conocer el mundo a través de las formas. A pesar del mea culpa en el prólogo de la reedición de 1886, se insiste en la aridez de la categoría «verdad» de la ciencia. Para Nietzsche las formas también interpretan y crean una realidad, y esta realidad brinda fruición y justifica la trágica existencia humana. Cada forma (música, pintura, escultura, etc.) que existe bajo el principio apolíneo o dionisíaco, es una versión de la realidad que hace mejor la experiencia humana, porque tiende puentes con la unidad de la naturaleza. Existen otros principios que sobrevivieron y fueron capturados por el arte moderno, como el carácter órfico o hermético, pero a Nietzsche le interesa el arte dionisíaco porque establece un puente formal entre los seres humanos y el carácter móvil de la naturaleza. Lo que le interesa del mito es el recipiente formal o el método: el modo de aprehensión y creación de la realidad.

Abordar estos principios es pretexto para hablar de los mecanismos del arte que apareció simultánea o posteriormente a la concepción del libro.

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La música para Nietzsche es la quintaesencia de las formas; encarna el principio dionisíaco porque no contiene logos ni representa. La música dionisíaca es disonante, cautiva y embriaga: produce la pérdida del “yo” y la ruptura de la estabilidad creada. La música es un modelo porque puede aparecer como forma, no necesita de la arbitrariedad del lenguaje para ser. Si uno observa retrospectivamente, no es exagerado afirmar que el arte moderno procede bajo estos principios. Señalo arte en general, porque en diversas medidas, tanto la pintura, música, escultura, poesía, narrativa y otras formas de arte occidental -el cine nace moderno- entre la segunda mitad del siglo XIX y la década de 1930, abordan y crean distintos principios de interpretación formal. Estos principios no buscan ser una reproducción de la realidad; puede ser la aprehensión de la realidad -o la super-realidad del surrealismo- así como la desintegración de los límites entre el “yo” y la realidad: la desintegración de los límites de los entes de la naturaleza, y su manifestación en «estados» no definitivos.

El principio dionisíaco puede ser metáfora de la actitud moderna. Un caso que ejemplifica este tipo de ruptura es la serie de Les meules, los veinticinco cuadros que Claude Monet (1840-1926) pintó entre 1890-1891 sobre un mismo sujeto: un granero expuesto a diferentes estaciones y perspectivas, con un único propósito: capturar el comportamiento de la luz. Se puede pensar que una serie que “objetiviza” un ente de la naturaleza o de hechura humana responde a un principio de individuación, sin embargo, el asunto de los cuadros es la luz manifiesta en un cuerpo que pierde la razonada «delimitación». Así, la luz es el principio unificador de todos los objetos que captura el artista. En el cuadro los límites de los objetos naturales y artificiales se desintegran ante la presencia de la luz. En ese aspecto, la ruptura del principio de individuación-limitación permite que los objetos no se muestren “delimitados” o “escindidos”, sino conectados por medio de una sola entidad. Otro ejemplo de este principio de unificación a través de la forma se aprecia en En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, aparecida entre 1914 y 1927. En la novela, los personajes y el paisaje se sumergen constantemente en el flujo del tiempo, son individuos cuyos “yo” se pierden en el devenir encarnado en la sintaxis de la novela. El flujo que replica la forma verbal disuelve el carácter enajenado del «yo» de los personajes. Así como la luz es asunto de los cuadros de Monet, el asunto de la gran novela de Proust es el tiempo. Recobrar los principios unificadores (luz, tiempo, etc.), requiere  un cuestionamiento de los principios de representación: la tarea fue encontrar otro método que los artistas modernos aprendieron del mito y arte de las civilizaciones primordiales. Nietzsche recurre a Dionisos para proponer una apertura de la objetivación de la naturaleza entronizada por la Ilustración: encontró el movimiento, la pérdida del «yo» y continuidad; valores del arte dionisíaco. Al dios se le representaba con formas vegetales, animales y humanas porque encarnaba la transformación; su culto estaba asociado a las ninfas que protegen los manantiales de agua porque su atributo era el movimiento; el corazón de su rito era la vendimia y la música disonante, porque en su dominio la realidad se transformaba en raptos de felicidad: en la unificación del hombre y el cosmos.

«Transformación» y «movimiento» parecen ser dos nociones coherentes para describir cómo se manifiesta la naturaleza y existe indiferente a la artificial estabilidad que crea el hombre. Renunciar a la estabilidad significa, para el artista -como lo planteó Bataille años más tarde- sacrificar la estabilidad del “yo”; renunciar a una versión acondicionada de la realidad. Las prácticas artísticas que aprehenden atomizando y reelaborando las formas se revelan siempre en cada época como extrañas al arte y discurso hegemónico. En las sociedades en que se precia la razón y la interpretación del mundo de la Ilustración, la pérdida del «yo» resulta una tragedia. Por ello Nietzsche se hubiese reído del dogma de la «fiel representación» del arte nazi -cúspide de la Ilustración- así como de su persecución al arte dionisíaco, que el nacionalsocialismo llamaba “arte degenerado”.

La gran lección de revisitar el mito y sus principios es hallar entre las cenizas y las ruinas un orden y un camino hacia la unidad con la naturaleza: una ley en el caos. Es así como el principio dionisíaco no es “desordenador”: es otro tipo de “orden”. Urge otras formas; nunca deja de ser un principio. El llamado gesto de “experimentación” -una versión reduccionista de las vanguardias históricas- asume que se puede proceder con un juego de la técnica (para perfeccionarla o ajustarla como sucedió con la armonía apolínea), una suerte de “desorden” que conserva los cimientos, sin que llegue a plantear o poner en principio, otro orden. Cuando Nietzsche profetizaba una versión del arte dionisíaco en Occidente, pensaba con acierto en algo más radical que el simple desorden. [Miluska Benavides]

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