
En la anterior ocasión, había afirmado que considero la interpelación como la última etapa de un lector, sea este inexperto o versado. Lo dije porque, al terminar de leer La broma infinita, se me había preguntado si algo no me gustaba de ella. Había respondido que era el exceso de nombres, tema desarrollado en la primera parte. Al hacerlo, describí que me había avergonzado el apasionamiento que tiznaba la respuesta, pues la convertía en «poco crítica». Eso, el desborde emocional, comandará el desarrollo de los siguientes párrafos [1]. Espero que lleguemos a buen destino, lector.
El insulto del arrebatamiento
Describiré a los tres hermanos Incandenza, personajes importantes para la historia y para comprender diversas perspectivas sobre una misma idea. Es evidente que a los perfiles que hago, por sucintos, solo les queda ser esquemáticos e incisivos en las facetas más convenientes.
Orin, el exterior
Orin Incandenza es dueño de una poderosa patada que vale millones en el fútbol americano. Ostenta muchos bienes y la capacidad de seducir a cualquier mujer que conozca. Me detendré en esta última característica: es tan donjuán que se refiere a sus amantes pasajeras como ‘Sujetas’, lo que significa una evidente despersonalización del género femenino. Las relaciones sexuales constantes han desvinculado, en su caso, al coito de cualquier sentimiento implicado. Ni siquiera la mujer que más recuerda, pues llegó a tener una relación con ella, le despierta algo que un lector pueda asociar al amor, según se ve luego. Es más, ella tampoco tiene nombre para él, pues la recuerda como La Chica Más Bonita De Todos Los Tiempos (luego, en la novela, sabremos cuál es su nombre, cuáles sus tribulaciones).
La despersonalización se suma a la concepción del sexo como actividad mecánica y eso provoca que se descubra solitario a pesar de las amantes. Esa lógica de seducción vacía constituye, para él, una vía de escape a esa soledad. ¿Escape de qué? De aquello real, sensible, que hay en él: el seductor nunca se arrebata ni cede al imperio del sentimentalismo.
Hal, el interior
Hal Incandenza es el hijo que goza de mayor protagonismo en la novela. En las primeras páginas, le es imposible comunicarse con el resto de personas en la sala. Sin embargo, gracias a la intrincada cronología de la novela, descubrimos que esa primera aproximación al joven prodigio del tenis ocurre después de los sucesos narrados páginas más adelante.
En toda la novela, Hal es un adolescente con problemas para comunicarse. Habla correctamente con sus compañeros de la academia, quienes de hecho lo admiran por su luminosa inteligencia, rayana en la genialidad. A pesar de sus talentos, es muy difícil que Hal llegue a sentir alguna emoción intensa. Su realidad subjetiva, aquella que refiere cuando asume la voz de narrador, llega a ser demasiado cerebral. No obstante, la construcción del personaje de Hal es, junto a la de Gately y la de James Incandenza (aunque la de este último se realiza in absentia), la más compleja, y eso lo aleja de convertirse en el típico «genio antisocial». La estrategia utilizada por David Foster Wallace para anunciarnos la singularidad de Hal se revela desde la primera página, cuando comienza la larga escena en que no puede ser entendido por los profesores de la universidad, lo cual genera un conflicto irreconciliable entre su mundo interior y el exterior.
Pareciera que Hal, en muchos pasajes de la novela, así como quiere comunicarse, anhela ‘sentir’ (que es otra forma de comunicación), sin lograrlo. Su vía de escape a esa imposibilidad es el consumo de marihuana, que realiza sin compañía. Los secretos, el genio y su incapacidad lo transforman en un ser solitario.
Mario, el sentimiento
Mario Incandenza, deforme, es el hijo de emociones más sinceras. Su monstruosidad es triple, creo, porque en el ambiente aséptico de la Academia Enfield, es el único que puede actuar en sincronía con su sensibilidad.
Me referiré, ahora, a un pasaje del Ulises de James Joyce. En el octavo capítulo, Leopold Bloom ayuda a un ciego a desplazarse por las calles dublinesas. Después de hacerlo, reflexiona sobre la discapacidad (consideremos que su concepto de discapacidad es bastante amplio: es Dublín en los inicios del siglo XX y Bloom no piensa con la misma corrección política de nuestro siglo XXI): «Por qué pensamos que una persona deforme o un jorobado es agudo si dice algo que nosotros diríamos» [2].
Mario, en este mundo, tiene la posibilidad de ser afectuoso porque es deforme. Las personas que lo rodean tienen una consideración especial hacia él, la misma a la que se refiere Leopold Bloom en su reflexión, pues lo consideran un ser en desventaja evidente frente al mundo. Por lo tanto, lo que diga, a pesar de ser algo que ellos dirían, será valorado de forma distinta. Lo mismo se puede afirmar sobre el sentimentalismo. En él, es aceptable y no ridículo, por estar en esa desventaja.
Otra de las características de Mario que lo hacen distinto a los demás está vinculada a su incapacidad para sentir dolor físico. En efecto, sufre de una anomalía que no le dejó percibir que su piel se había quemado por el metal caliente de una plancha de ropa ni los moretones de distintas caídas.
Esos tres aspectos, la deformidad, el sentimentalismo sincero y la insensibilidad de padecimientos físicos, hacen que Mario sea único por extraño, lo cual resulta en la incapacidad de ser integrado en cualquier grupo. La anormalidad, él lo sabe, lo margina. Es un sujeto solitario.

No obstante, al ser una criatura hecha de puro sentimiento, a través de este logra una autenticidad única que le permite ser el más empático de los personajes en la novela.
Un hombre cristiano había apostado con su hermano que las personas eran buenas. Lo quiso demostrar de la siguiente manera (me estoy refiriendo a una historia contada en La broma infinita de manera muy general): se disfrazaría de mendigo, pobre y sucio. No pediría monedas a los transeúntes, como suele hacerse, sino que le den la mano, que lo toquen.
Elaboró un cartel en el que pedía el apretón. Consiguió dinero y comida, pero no el roce voluntario de ningún peatón. Hasta el día en que Mario Incandenza apareció y lo abrazó.
Esa anécdota demuestra cómo Mario es capaz de conectarse con los demás, pero también retrata la imposibilidad de encontrar hombres capaces de dar la mano a un mendigo: la sociedad conoce los problemas de los demás y los ayuda (por eso le dan dinero), mas nunca llega a entender lo que necesitan en realidad. La sociedad descrita en la novela es anhedónica: consciente de la existencia de algo llamado felicidad, que puede definir y sobre lo que puede disertar, pero incapaz de sentirla.
Weltschmerz
Esa indiferencia frente a los sentimientos propios y de los demás está marcada por una enfermedad contemporánea en los Estados Unidos. Es un síntoma que se puede apreciar en el arte cínico y autoreferencial, tan en boga en las décadas pasadas. En prolijas palabras de Hal Incandenza es más entendible que en las mías [3]:
Es curioso que las artes de este Estados Unidos milenario traten la anhedonia y el vacío interior como algo que está de moda. Acaso se trate de vestigios de la glorificación romántica de la Weltschmerz, que significa cansancio del mundo o hastío contemporáneo. Tal vez esto se deba al hecho de que aquí las artes son producidas por gente mayor cansada del mundo y refinada, y consumidas por gente más joven que no solo las consume, sino que las estudia a la búsqueda de claves para ir con los tiempos, lo cual implica ser aceptado, admirado o incluido y, por ende, no estar solo. Olvidémonos de la llamada presión de los pares. Es más como hambre de pares. ¿O no? Entramos en una pubertad espiritual en la que descubrimos el hecho de que el gran horror trascendental es la soledad, el enjaulamiento en el propio ser. Una vez que alcanzamos esa edad, damos o recibimos lo que sea y usamos cualquier máscara para encajar, para no Estar Solo, nosotros, los jóvenes. Las artes norteamericanas son nuestra guía a la inclusión. Una guía práctica. Nos enseñan a fabricarnos unas máscaras de hastío e ironía cansada a una edad en que el rostro es lo bastante dúctil como para asumir la forma de lo que lleva puesto. Y luego allí se queda ese cinismo fatigado que nos salva del sentimentalismo empalagoso y de la candidez no refinada. En este continente, sentimiento equivale a candidez […]. La candidez representa el último pecado verdaderamente terrible de la teología de la Norteamérica del Milenio […], ese mito norteamericano entrañablemente persistente que afirma que el cinismo y la candidez son mutuamente excluyentes. (783-784)
¿He sobrecitado? No importa. La soledad de la que se escapa es una máscara. Esa mentira es el anverso de una soledad primordial, no la supresión de la misma. Un poco más adelante, en el mismo episodio, el narrador deja de ser Hal y reflexiona sobre lo que este ha dicho.
Hal […] teoriza en privado que lo que pasa por trascendencia contemporánea y cínica del sentimiento es en realidad una especie de miedo a ser verdaderamente humano, ya que […] es probablemente ser inescapablemente sentimental, cándido y propenso a la sensiblería y por lo general patético, es ser infantil en algún trasfondo básico para siempre, algún tipo de niño no muy agraciado que se arrastra analíticamente por el mapa con grandes ojos húmedos y piel suave de sapo, inmensa cabeza y babas empalagosas. Probablemente una de las cosas más americanas de Hal es la manera en que detesta lo que realmente le causa estar solo: ese espantoso ser interior, incontinente de sentimientos y de necesidades, que se contrae y retuerce bajo la vacía máscara a la moda, la anhedonia. (784)
Es evidente que el niño no muy agraciado es Mario Incandenza, hasta la descripción física coincide. También es evidente que para el interior condenado a engañar existen distintas maneras de paliar el sufrimiento: las drogas en la novela se presentan en múltiples formas. Desde el entretenimiento hasta las sustancias, se busca que todas se utilicen para afrontar el vacío. Ni siquiera así, los personajes de la novela eliminan el sentimiento de soledad, sobre todo la generación joven y adolescente, víctima de una visión anhedónica del exterior. Esta es la que explica por qué Orin y Hal actúan como se ha expuesto líneas arriba, y lo que produce la vergüenza de alguien que es interpelado y demuestra un entusiasmo desmedido al responder y se arrebola por creerse infantil en algún trasfondo básico. Si seguimos el razonamiento post Hal, tal vez sea el miedo a ser verdaderamente humano.
La soledad
Podría leerse, a partir de lo afirmado en esta y la primera parte, que uno de los mayores temas que aborda La broma infinita es la soledad, aquella que se siente como producto contemporáneo de un mundo de drogas como las ansias de éxito, el Demerol, el sexo vacío, la heroína, la televisión, la cocaína, el consumismo. He llegado al final de este texto sin esperar esa conclusión, pero puedo reafirmarla cuando recuerdo que he vivido mucho tiempo en el mundo de esa novela y que el hecho de leerla es solitario. Los que han experimentado las más de mil páginas han provocado infinitas lecturas. Nadie podrá experimentar lo que yo sentí cuando terminó el largo peregrinaje. En términos terrenales: estoy solo.
Dos semanas contaba la novela en el mercado cuando la prensa empezaba a elogiar el trabajo de Wallace: ¡monumental, ambiciosa, posmoderna! Pero, como revela en sus conversaciones con David Lipsky, era, desde una perspectiva matemática, imposible haber leído con cuidado la novela en un tiempo menor de dos meses. El entusiasmo generado incomodaba a Wallace, quien dudaba que pudiera ser apreciada en sí misma. Eso la convertía, desde su nacimiento, en un mito.
Conjetura
Un hipotético autor podría, al ver que el entusiasmo generado por su novela resulta de los comentarios que genera y no de la lectura, sentir que ella se convierte en un bicho incomunicado, como Hal Incandenza al inicio de la narración. Muda, lo que pudiera decir habría sido reemplazado por la palabra de los otros (las revistas, las entrevistas de televisión, las notas en los diarios, el espectáculo, el mito).
Ante el fenómeno de una novela monumental, ese mudo bicho, las especulaciones en torno a ella, como las que un grupo de científicos podría postular alrededor de una mesa de disección, se derivarían de su estructura mesurable y sus características positivas.
Los científicos: «Nosotros presenciamos algo solo marginalmente mamífero, señor» (p. 23).
El bicho: «Yo estoy aquí dentro» -primera página de la novela-.
El mito la habría convertido en una novela solitaria. [Leonardo Cárdenas Luque]
[1] Por sugerencia de un lector y gran amigo, organizaré esta segunda parte con subtítulos. Lamento que eso contradiga la estructura de la primera parte, pero considero que los motivos para hacerlo son válidos.
[2] Joyce, James. Ulises. Cátedra (2015), p. 207.
[3] Todas las citas de La broma infinita provienen de la edición en español de Random House Mondadori (2011), traducida por Marcelo Covián.