Hace unas semanas, decidí valerme de algunos amigos vinculados al ámbito cultural peruano, aunque no necesariamente al de su poesía, para hacer un experimento. Les fui mencionando los nombres de los últimos premios Copé de Oro de poesía. Sin sorpresa advertí que la reacción fue casi unánime: no los reconocían como poetas, no los habían leído, en algunos casos ni siquiera habían oído sus nombres. La ocasión me permitió darle forma a una intuición que flota desde hace bastante tiempo en cierto inconsciente colectivo, a una idea que está “en el aire”, aunque no necesariamente se ha desvanecido. Algo pasa con el Copé. ¿Por qué sus publicaciones no suscitan la expectativa y el interés que un premio de su envergadura debería proporcionar?
Si nos guiamos por las cifras, esto debería resultar una sorpresa. El Premio Copé es el certamen literario más importante del Perú. Organizado por la empresa estatal Petroperú, entre sus objetivos se encuentra el desarrollo de la cultura y la creación literaria en el país, así como la promoción del libro y el fomento de la lectura[1]. La primera edición se celebró en 1979 para la categoría de cuento, tres años después se llevó a cabo la de poesía; ambas se han mantenido casi ininterrumpidamente desde entonces. En la década pasada, se crearon dos nuevas categorías: novela y ensayo. Gran parte de su atractivo consiste en los generosos premios en efectivo que otorga, así como en la publicación de los textos ganadores. Este año la empresa organizadora, Petroperú, ha lanzado la convocatoria de la XVIII Bienal de Poesía y de la VI Bienal de Novela. En el primer caso, los tres premiados (Copé de Oro, de Plata y de Bronce) se repartirán un total de 75 mil soles, lo que representa un incremento de 25% con respecto a la bienal anterior; en el segundo, el ganador recibirá 45 mil soles.
Cuando en 1999 Ricardo González Vigil y Ediciones Copé publicaron Poesía Peruana Siglo XX, quizás la antología de poesía peruana más voluminosa que se ha elaborado en nuestra tradición, era indudable que el Premio Copé aún mantenía cierta vigencia. Casi todos los ganadores del certamen aparecen en sus dos volúmenes; de algún modo, la obtención del premio podía significar —en mayor o menor medida— un primer acercamiento al canon poético nacional[2]. No obstante, la situación parece haber cambiado radicalmente en los últimos años. Esa es la impresión que dejan comentarios como este texto anónimo, publicado en el 2015 en el portal web El Montonero:
Y a pesar de que el Copé sigue siendo el concurso literario más importante de nuestro medio, ya no tiene la trascendencia ni resonancia de antes. Pensemos en los dos últimos poemarios ganadores –El libro de las sombras de Darwin Bedoya e Igual que la extensión de tu cuerpo de Leoncio Luque–, que no han tenido la difusión ni las reseñas críticas que seguramente merecen.[3]
En este ensayo, me limitaré a analizar el problema específico del Premio Copé de Poesía. Si bien algunos de los planteamientos aquí señalados podrían hacerse extensivos a las otras categorías del premio, en tanto son apuntes del campo cultural peruano en general, vale la pena resaltar que el circuito poético nacional tiene condiciones que lo singularizan. Me planteo dos propósitos: primero, evaluar hasta qué punto es veraz este diagnóstico; segundo, indagar cuáles pueden haber sido las causas que llevaron a dicha situación.
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Quizás el último ganador del Copé de Oro con cierta resonancia en el ambiente literario nacional es Miguel Ildefonso, quien obtuvo el premio con Las ciudades fantasmas en el 2001. Por ello, considero como punto de quiebre justamente ese año, aunque a nivel más general pueda hacerse referencia al cambio de milenio. En este apartado, me centraré en el análisis de la recepción de los poemarios ganadores y publicados por Petroperú desde el 2003 en diversos ámbitos de nuestro campo cultural.
Una de las variables usuales para medir la repercusión de un texto son las reseñas y comentarios críticos que del mismo se hacen. Durante la década del 2000, las revistas fueron quizás sus medios de difusión más importantes. Para esta indagación, he seleccionado tres revistas que tuvieron cierta relevancia en el periodo delimitado, dos de ellas a caballo entre el circuito académico y de creación; una tercera, con ambiciones más direccionadas hacia el ámbito del mercado editorial: la revista impresa Ajos & Zafiros (1998-2007), la revista virtual de El Hablador (2003-2015) y la revista impresa, también accesible desde la web, buensalvaje (2012-2015). Las tres se encuentran hoy en día inactivas; han sido nutridas particularmente de estudiantes, egresados y profesores de las carreras de Humanidades de universidades limeñas; su tiraje (nueve, veintidós y diecisiete números, respectivamente) no es desdeñable, tomando en cuenta las condiciones del medio local.
Un rápido examen de sus catálogos permite resultados esclarecedores. La presencia de los ganadores del Premio Copé de Poesía es casi inexistente. No existe ninguna reseña en dichas publicaciones[4], si bien no son raras las reseñas de primeros libros de poetas jóvenes. Dichas revistas también tienen secciones de creación: los únicos ganadores del periodo cubierto que aparecen son Chrystian Zegarra (Oro en 2005) y Alejandro Susti (Bronce en 2011)[5]. Irónicamente, en ambos casos, la fecha de la aparición de los textos es anterior a la obtención del premio[6]. Otro libro de Susti, Staccatos —este sí completamente desvinculado al premio— fue reseñado por buensalvaje[7]. Quizás la única referencia, si bien indirecta, al Copé haya sido la entrevista realizada a Boris Espezúa (Oro en 2009) en el número 18 de El Hablador, en la cual se menciona el poemario premiado. Respecto a Ajos & Zafiros, los autores de los premios Copé posteriores al 2001 no tienen ninguna presencia en sus páginas, si bien hay reseñas de otros libros de ganadores anteriores como Miguel Ildefonso o Rafael Espinosa[8].
Otra forma de medir el impacto de dichos libros radica en el interés que le prodigaron críticos o comentaristas de poesía locales. Quizás el crítico que más tenazmente ha cubierto la producción poética local en el periodo propuesto, aunque habitualmente en notas de formato breve y esquemático, ha sido Javier Ágreda. En su blog personal, existen 200 reseñas o recuentos realizados entre los años 2004 y 2017, muchos de los cuales fueron publicados en medios de difusión nacional como el diario La República. De estos, solo cinco se ocupan de libros ganadores del Copé: Las hijas del terror de Rocío Silva Santisteban (Plata en 2005), El libro de las sombras de Darwin Bedoya, El río imaginado de Alejandro Susti, Santa Poesía de Rafael Courtoisie (Oro, Plata y Bronce en 2011) y Muestra de arte disecado de Roy Vega (Plata en 2015). Si se tiene en cuenta que Silva Santisteban y Susti tienen cierta notoriedad en el medio local, en particular por su vínculo con el ámbito académico universitario (y político, en el primer caso), y Courtoisie es un poeta y narrador uruguayo conocido fuera del Perú[9], se puede tener una idea más certera de la verdadera influencia del certamen.
Otras iniciativas individuales arrojan resultados similares. José Carlos Yrigoyen y Paul Guillén son dos autores que se han dedicado a rastrear la poesía peruana reciente. En su blog, hoy inactivo, Poema inútil, Yrigoyen publicó en diciembre del 2013 una suerte de canon personal titulado “75 libros que todo interesado en poesía peruana contemporánea debe leer”, el cual podría leerse como un corolario de su ensayo La hegemonía de lo conversacional (2008). De los 75 libros seleccionados, solo tres son premiados del Copé: Ese oficio no me gusta de Rocío Silva Santisteban (Plata en 1986), Lo que no veo en visiones de Ana Varela Tafur (Oro en 1991) y Las quebradas experiencias y otros poemas de Xavier Echarri (Plata en 1991)[10]. Curiosamente, ninguno de los libros pertenece al nuevo milenio[11]. De modo semejante, en la antología Aguas móviles (1978-2006) de Paul Guillén —libro que, a pesar de su título impreciso, cubre el periodo propuesto[12]— solo dos ganadores recientes aparecen: Darwin Bedoya y Renato Sandoval. En el primer caso, todos los poemas antologados pertenecen a El libro de las sombras, mientras que en el segundo, uno de los poemas es de Prooémium mortis (Bronce del 2015). Así, se podría argüir que la publicación del libro premiado pudo favorecer a Bedoya, un autor poco conocido en Lima, al darle mayor visibilidad a su obra. No obstante, este caso se revela claramente como una excepción.
La situación no varía en gran medida cuando se trata de la selección de poetas invitados a eventos representativos como el Festival Internacional de Poesía de Lima (FIP Lima), que tuvo tres ediciones en el último lustro. Para la primera edición (2012), solo dos ganadores recientes participaron: Renato Sandoval (Bronce en 2015), como organizador del festival, y Rocío Silva Santisteban, como invitada. En las siguientes ediciones, la convocatoria fue más “inclusiva” ya que una de las políticas de selección de los invitados pareció ser, en la medida de lo posible, no repetirlos. Para la segunda edición (2013), participaron Alejandro Susti, Boris Espezúa y Martín Zúñiga (Plata en 2009); para la tercera (2016), Leoncio Luque (Oro en 2013) y Luis García (Bronce en 2009). Aún así, es sorprendente que a pesar de la gran cantidad de invitados locales (49 en la segunda edición y 46 en la tercera), entre los que se encuentran autores que solo han publicado un poemario o incluso ninguno[13], haya tan poca presencia de los ganadores del Copé. Si bien algunos viven fuera de la capital, el FIP Lima en sus diversas ediciones ha tenido numerosos invitados extranjeros o de ciudades del interior del país.
El propósito de este recuento no es sostener un argumento moralista ni denunciar una invisibilización intencional. En realidad, considero que el problema del Copé es importante porque puede ser leído como un síntoma del “modo en que se hacen las cosas” en el campo cultural peruano, específicamente en el ámbito poético. Por ahora, basta afirmar que las cifras son contundentes. Si es que los ganadores del Copé no tienen vínculos con el medio local, la obtención del premio difícilmente implicará una mayor visibilidad de su producción literaria. Da la impresión de que incluso lo opuesto es lo que sucede. Los textos ganadores parecen vivir en un circuito alterno, una realidad paralela. Se les menciona poco, se les comenta aun menos. Cada vez es menos abusivo, menos hiperbólico, afirmar que nadie lee los poemarios del Copé. Nadie salvo —y esta es una lección de la sabiduría popular— los siguientes postulantes.
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Uno de los factores que puede explicar esta paradoja tiene que ver con la naturaleza del certamen. Apenas seleccionados los ganadores, Petroperú se encarga tanto de la edición como de la distribución de los libros. Si bien el formato de los mismos ha variado con el tiempo, este no necesariamente ha sido el más atractivo en tanto objeto libro —en algunos casos el diseño de las portadas, en otros el cuidado de interiores (pienso, sobre todo, en las erratas), han sido falencias de ciertas publicaciones del Copé. Más relevancia para explicar su poca difusión podría tener el hecho de que los libros no siempre tienen una buena distribución o, para ser más precisos, que esta no parecería estar dirigida a quienes podrían encargarse de insertarlos en el circuito local. Las publicaciones del Copé están disponibles en las ferias del libro, en el stand de Petroperú, y a veces en algunas librerías. En términos institucionales están ausentes, sin embargo, de otros espacios en los que los poemarios suelen alcanzar mayor circulación: ferias independientes, recitales, festivales, etc. Por los propios objetivos de Petroperú, loables como la difusión general de la lectura, estos suelen acabar en las estanterías de bibliotecas municipales, lo que —en un país donde la cultura del uso público del libro, y en general de cualquier cosa, es tan poco estimulada— los condena al estancamiento.
Todo ello, sin embargo, debería contrastarse con la propia realidad del medio cultural peruano. En el ambiente de la poesía, a diferencia del de la narrativa, no existen editoriales grandes, mucho menos cadenas internacionales con sucursales en el Perú. Esto quiere decir que nadie, en toda la cadena de producción, puede vivir de publicar libros de poesía: ni el editor, ni el diagramador, ni el publicista, ni el autor, ni el crítico (cargos que, por cierto, a veces recaen en la misma persona). De ahí que la insuficiente distribución de los libros del Copé sea moneda común en un sistema cultural precario que afecta a buena parte de las iniciativas locales. Ante esta situación, muchos autores han incorporado —cual extensión de su sistema inmunológico— un instinto para colocar sus libros en el centro de la discusión; es decir, se han convertido en sus propios promotores. Si bien es cierto que esta tendencia alcanza su paroxismo en los narradores locales, en general muchos escritores han sabido conjugar fuentes tan diversas como el marketing, la autoayuda y el espíritu del criollismo para paliar las deficiencias del sistema. No se puede decir, por ello, que los libros del Copé partan necesariamente en desventaja.
Otro elemento radica en el carácter oficial del concurso, el cual —no debe soslayarse esto— es organizado por una entidad del Estado. Su principal consecuencia es, probablemente, la composición del jurado, que es fija y está vinculada a instituciones académicas o estatales en nuestro país. Estas son el Ministerio de Cultura (antes el Instituto Nacional de Cultura), la Academia Peruana de la Lengua, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Pontificia Universidad Católica del Perú y Petroperú; cada una de ellas proporciona un jurado para cada edición de todos los certámenes del Copé. En el caso del de poesía, Petroperú ha presentado a Pedro Cateriano, exgerente de dicha institución y fundador del premio, en todas las ediciones[14]. Así, cuatro son los jurados “variables”, si bien las instituciones se mantienen. No obstante, en la práctica esta variabilidad es bastante relativa, ya que hay una tendencia a la repetición de jurados (máxime cuando algunos son seleccionados por más de una institución). Por ejemplo, el jurado del premio del 2015 repitió a tres de los cinco miembros que deliberaron en el 2013. Después de Cateriano, los jurados más frecuentes han sido Ricardo González Vigil (6 veces), Ricardo Silva Santisteban (5 veces), Hildebrando Pérez (5 veces), Carlos Germán Belli (4 veces), Marco Martos (3 veces) y Abelardo Oquendo (3 veces)[15].
¿Qué implicancias tiene esto? En primer lugar, la repetición de jurados puede causar una proclividad a la formación de cierta tendencia dominante y previsible, que repercute en una actitud “estratégica” de parte de los postulantes, quienes escriben pensando en un público determinado (mal de buena parte de los concursos, es cierto). Luego, es importante mencionar que en ediciones pasadas poetas de indudable reconocimiento internacional fueron jurados del premio como Blanca Varela, José Watanabe o Carlos Germán Belli, quienes compartieron funciones con estudiosos de importante trayectoria como Luis Jaime Cisneros o Alberto Escobar. Dicho equilibrio, que parece cada vez más difícil de mantener, lleva a una serie de interrogantes que, si bien manidas, deben ser abordadas: ¿quién es el experto del poema?, ¿solo el creador puede juzgar la calidad de una creación literaria?, y sobre todo, ¿qué se juzga cuando se habla de calidad literaria? Difícilmente habrá respuestas unívocas a estas interrogantes, pero es evidente que cada posición plantea distintos valores[16].
Todas estas son condiciones que deben tomarse en cuenta al explicar la escasa repercusión de los últimos poemarios del Copé. En particular, la configuración del jurado tiene una notable influencia en tanto moldea las decisiones éticas, estéticas e incluso políticas de los participantes. Que las demandas del jurado no correspondan con las demandas de nuestro público lector de poesía podría explicar, en parte, la errática fortuna de dichas publicaciones. Quizás fuera recomendable que los organizadores aseguren una mayor diversidad de jurados. No obstante, la influencia de estos factores es indirecta en tanto que aquello que debería pesar más al momento de rastrear el derrotero de un texto es el texto mismo.
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No es este el lugar para debatir acerca de la calidad de los poemarios ganadores[17]. En los siguientes párrafos, me limitaré a rastrear los principales hilos temáticos que atraviesan el corpus mencionado. Pero antes quisiera hacer un apunte de carácter general. Existe una tendencia a que los jurados premien libros orgánicos antes que conjuntos de poemas. De ahí que en muchos casos se utilicen elementos paratextuales[18] como modo de darle organicidad al texto (el caso más evidente es Ruiz Rosas 1999). Referencias intertextuales, epígrafes, citas, prólogos, notas explicativas, anexos, glosarios y bibliografías aparecen con frecuencia inusual en los poemarios ganadores del Copé[19]. La proliferación podría obedecer también, y sobre todo, a un modo de investir al propio texto del capital simbólico de los referentes prestigiosos aludidos, así como de recargarlo —a veces innecesariamente— para que exhiba una complejidad que originalmente no poseía. Así, uno de los rasgos más saltantes de estos textos es un fenómeno al que, por falta de mejor nombre, podría llamársele hipertrofia del paratexto.
Tres han sido las líneas temáticas principales que he podido identificar[20]. La primera corresponde a ciertos poemarios que se inscriben en un diálogo con la tradición, principalmente clásica y occidental. Son libros en los que el manejo de la intertextualidad y la alusión culta es fundamental para tejer estas relaciones. Hay referencias al mundo griego (Eslava 1982, Briceño 2013), a la teología (Sandoval 2015) y a la tradición occidental en general (Chirinos 1984, Limache 1988); los estilos fluctúan del conversacionalismo, en los más antiguos, al hiperculto y por momentos barroco en los más recientes. Tales libros predominaron durante la década del 80, cuando curiosamente primaron jurados con una formación tradicional, particularmente de las generaciones del 50 y el 60 (Delgado, Sologuren, Martos, Belli, Tamayo, L. J. Cisneros, B. Varela).
Un segundo conjunto de textos plantea una poesía que dialoga y, en última instancia, se constituye como una crítica de la Historia. Las perspectivas son variadas: desde una mayor pretensión de objetividad hasta un énfasis en el que predomina la dimensión mítica; en todos los casos, existe una distancia entre el yo lírico y aquel conjunto de hechos o fenómenos históricos que se abordan. El periodo republicano (O’Brien 1993), la primera mitad del siglo XX (Ruiz Rosas 1999)[21], la vida de Gamaliel Churata (Espezúa 2009) o la Guerra Interna (Silva Santisteban 2005) son temas frecuentados al referirse a la historia del Perú; menos común ha sido la reflexión en torno a la historia universal (Guevara 1997). Muchos de estos textos, de algún modo, continúan el legado de la poesía del 60 y el 70 —evidente en libros como Comentarios reales o Cementerio general— de revisar, desde una mirada irónica y desmitificadora, la construcción del pasado nacional.
Un tercer grupo de textos retoman un tema muy frecuentado por nuestra tradición lírica: la familia. El tratamiento varía desde un acercamiento íntimo, basado en imágenes y recuerdos de la infancia (Mora 1993, en menor medida Sarmiento 2015 y Vega 2015), hasta una reconstrucción mítica del origen y la trayectoria de los antepasados (Bedoya 2011, Luque 2013). La distancia de los libros del grupo anterior se diluye en tanto existe una continuidad entre aquel pasado evocado y el presente del yo lírico. Cabe recalcar que esta ha sido una de las temáticas más premiadas en certámenes recientes[22].
Dentro de este panorama, cabe situar una tendencia en los últimos años que tiene especial relevancia al momento de examinar la recepción de los Copé. Me refiero a una suerte de paradigma que se ha reforzado a partir de tres libros premiados: Gamaliel y el oráculo del agua, El libro de las sombras e Igual a la extensión de tu rostro, Oro en el 2009, 2011 y 2013 respectivamente. Sus autores —Boris Espezúa, Darwin Bedoya y Leoncio Luque— han nacido fuera de Lima; el segundo es moqueguano y los otros dos, puneños. Este hecho trasciende cualquier abordaje “biografista”, puesto que los poemarios abundan en topónimos y, salvo en el de Bedoya, referencias culturales que establecen un nexo evidente e inequívoco con el lugar de origen de los autores.
Las semejanzas entre los poemarios son visibles. Los tres libros están articulados en torno a un personaje que cumple el rol del patriarca o guía de una comunidad, ya sea el abuelo fundador de una dinastía familiar (Bedoya, Luque) o alguien como Gamaliel Churata, escritor puneño que en el poemario se convierte en una suerte de nexo con el origen, simbolizado por el lago (Espezúa). En todos los casos, este personaje es fuente que explica el presente y está investido de cualidades positivas, marcadas por la abundancia y el signo del eros: la fuerza física y la potencia sexual (Bedoya), la posesión de tierras y la progenie numerosa (Luque), y la capacidad de garantizar la armonía del mundo (Espezúa). Salvo en el caso de Igual…, están fuertemente idealizados y situados en un pasado mítico que los torna presencias tutelares, omnipresentes. Por una relación metonímica, encarnan los valores de una comunidad tradicional amenazada por un otro que es siempre el mismo: occidente, la modernidad, la capital[23]. De ahí que cuando los textos estén marcados por la muerte de este personaje (Bedoya, Luque)[24] y no por un carácter milenarista (Espezúa), el tono predominante sea el elegíaco, casi como quien refiere un paraíso perdido.
Por todo ello, el elogio del personaje puede leerse también como la reivindicación de una cultura. Es sintomático que en sus discursos de aceptación del premio, los tres autores hayan hecho referencias a sus lugares de origen. Más sintomático incluso es el hecho de que la reivindicación lo es tal en tanto revalora algo que ha sido denigrado o marginado. Quien formula esta situación con más claridad es Espezúa, al instaurar una cuestión que creo es medular: la dinámica del reconocimiento. Si bien su poemario tiende a enfatizar el carácter armónico y la potencia regeneradora de la cultura andina, siempre con una proyección hacia el futuro, hay momentos en que aflora una imposibilidad para la realización del proyecto utópico. En “Epifanía de la esperanza”, el tema central es la necesidad de integrar la alteridad para la configuración de uno mismo: “¿Cómo entender al otro / si nosotros no somos el otro? / La aparición del otro en el interior del yo / es una metáfora / del extrañamiento en el interior / de cada uno de nosotros. / Nadie puede salvarse sin el otro”. A pesar de que reconoce el valor de lo propio, el poema indica una limitación: “La luz está en nosotros (…) / pero necesitamos al otro para descubrirnos”. Esta constatación se trastoca en confrontación en “País cautivo”, que desde el inicio plantea una apelación a ese otro: “¿Qué país es el que nombro, si antes (como ahora) nunca me tuvo?”. Con un tono mucho más agresivo, con ciertos ecos de Efraín Miranda, el poema es en realidad una demanda que se cristaliza en los versos finales: “¿Qué país ahora (como antes) no me incluye para ser nosotros / y voltea / el espejo sin reconocernos y hunde más el ombligo / para anudarse de egolatría?”[25].
Mi hipótesis es que la concesión del premio ha sido, en los últimos casos, una respuesta a esta demanda y un intento de reconocimiento. Se trata de una compensación simbólica no exenta de contradicciones, en tanto que, por ejemplo, la reivindicación construida en estos poemarios suele estar vinculada a un relato patriarcal, lo que colisiona con uno de los temas centrales de la agenda de buena parte del circuito cultural limeño. De modo general, esta situación plantea dos cuestiones importantes. La primera tiene que ver con cuán legítimo es entender un concurso como un modo de forjar (¿forzar?) una idea de nación —que parece ser el tema de fondo— y crear lazos en una comunidad fragmentada. La pregunta es compleja y válida; aquí no pretendo nada más que esbozarla. El segundo asunto, indesligable del anterior, es el de los efectos reales que esto produce. Considero que este tipo de decisiones son criticables por todo lo mencionado al inicio de este texto. Los libros premiados no son leídos y este reconocimiento, falaz en sí mismo, no es más que una apariencia.
4 (coda)
Nada de lo dicho hasta el momento tendría sentido, sin embargo, si es que no se le sitúa en el contexto del circuito de la poesía peruana. En la década final del siglo pasado y con mayor fuerza en el cambio de milenio, se da un cambio notorio en el ambiente editorial local. Entre las nuevas características se encuentran las siguientes: menores precios de edición, mayor cantidad de publicaciones de autores y editoriales jóvenes, tirajes más reducidos y cierto desconcierto general[26]. Esto último debido a la sensación de que la poesía ocupa un lugar menos importante en la sociedad peruana y que el crecimiento económico no necesariamente está acompañado de una mayor inversión en el ámbito de la cultura[27]. Si a ello se suma la caída de las editoriales tradicionales de poesía y revistas, así como, en los últimos años, el crecimiento exponencial de blogs y publicaciones virtuales —la mayoría de corta duración y errática fortuna—, se puede llegar a la característica central y definitoria del circuito poético peruano: su fragmentación.
Los métodos tradicionales de validación —premios, antologías, prólogos o reseñas— han perdido gran parte del poder que tenían hace algunas décadas. El Copé, por más que a veces se haya hecho la comparación, no tiene la relevancia que pudo tener en su momento el Premio Nacional de Poesía o el Poeta Joven del Perú, certámenes capaces de insertar en el canon a autores y libros fundamentales de nuestra tradición poética (pensemos en Reinos, Travesía de extramares o, en el segundo caso, en el reconocimiento de autores como Heraud, Hernández, Calvo, Ojeda o Watanabe). De igual manera, si desde la Poesía Peruana Contemporánea (1946) la tradición del siglo XX se ha ido construyendo y negociando a partir de antologías, sobre todo de autores jóvenes, esta situación parece haber llegado a su fin hace varios años[28]. Incluso, una situación posible hace veinte años —el hecho de que un poeta reconocido prologue a un autor más joven (el caso de Cisneros con el primer libro de Espinosa o de Eielson con Nostos de Sandoval)— es hoy cada vez más improbable.
La fragmentación —quizás un rasgo de época— no tendría por qué resultar negativa, si es que por ella se entiende diversidad o heterogeneidad. No obstante, considero que gran parte del desconcierto respecto a las producciones últimas de poesía peruana obedece a la reproducción de un sistema ya no fragmentario, sino solipsista. ¿Qué de común, por poner un ejemplo, tiene el panorama que ofrecen los últimos Premios Luces de El Comercio con la cobertura del diario Los Andes a los recientes autores premiados del Copé, en que se refiere a Puno como una tierra de poetas? ¿Y qué de lo que ambos dicen con aquello que seguramente quedará de todos estos años? La sensación general es cada quien crea sus propios rankings, establece sus propios criterios, inventa sus propias realidades que raramente van más allá de sus reductos. Con la desaparición o marginación de varias de las revistas que animaron ciertos debates en las décadas pasadas, muchas de las instancias de diálogo han desaparecido. Es cierto que las condiciones han cambiado, pero sospecho que aún no se han configurado nuevos espacios y que el aumento de la oferta literaria no ha ido acompañado de la creación de un público lector más amplio.
Todo esto sucede en un momento en que la crítica literaria peruana, o lo que queda de ella, se encuentra dividida entre la indiferencia académica ante las producciones locales actuales y la superficialidad de la crítica periodística y de medios. En otro lugar me he referido al fenómeno que llamé el repliegue de la crítica; aquí constato sus efectos en un caso particular. Ningún premio Copé reciente ha sido alguna vez objeto de debate más allá de especulaciones ajenas a lo literario y más cercanas al amarillismo. Ningún autor sin contactos en el medio ha obtenido una visibilidad significativa a partir de la concesión del premio. El diálogo entre la producción creativa de distintas zonas del país es ilusorio y esto, de modo indiscutible, nos empobrece. En el mundo de los críticos freelance, ¿para qué leer un libro de cien páginas y elogiar sus bondades si luego el autor no tiene nada que ofrecer, ninguna red a la que me interese acceder, si no sirve para el networking? ¿Para qué leer y luego criticarlo honestamente si ello solo me proveerá de algunos odios gratuitos? O más simplemente, ¿para qué leer?
Hace unas semanas el Ministerio de Cultura lanzó la convocatoria del nuevo Premio Nacional de Literatura, con objetivos no muy distintos a los del Copé y con criterios como la trascendencia, la vigencia, la influencia o el aporte de la obra al desarrollo de la tradición literaria nacional (exigencias a obras publicadas hace dos, no hace veinte años, como alguien podría deducir). Más premios, más dinero, más boato. Naturalmente los aplausos de las redes sociales no se han hecho esperar; la pompa colonial de hoy y siempre. Curiosamente, la idea de que el dinero lo puede todo —construir una comunidad lectora intelectual, por ejemplo— se ha instalado en el sentido común de quienes se declaran enemigos del neoliberalismo. Y así se perpetúa la paradoja más grande de las presentadas hasta el momento: publicar cada vez más para leer cada vez menos. [Mateo Díaz Choza]
[1] Ver https://www2.petroperu.com.pe/gestioncultural/premio-cope/presentacion/
[2] Habría que tener en cuenta, empero, que la antología de González Vigil recibió críticas por la cantidad de autores incluidos (cf. “Una antología discutible” de Camilo Fernández Cozman, aparecida en el segundo número de Ajos & Zafiros).
[3] http://elmontonero.pe/cultura/recuentos-premios-y-concursos-literarios
[4] Sí las hay, aunque son muy pocas, en las categorías de cuento y novela.
[5] Ambos en El Hablador: el primero en el número 8, en junio del 2005; el segundo en el 17, en diciembre del 2009.
[6] Los resultados del Copé del 2005 salieron en marzo del 2006.
[7] Número 14, noviembre-diciembre del 2014.
[8] En el segundo número se reseña Canciones de un bar en la frontera de Ildefonso; en el sexto, Book de Laetita Casta y otros poemas, de Espinosa.
[9] Entre el 2007 y el 2011, el Premio Copé tuvo una convocatoria de alcance internacional.
[10] En realidad, el texto ganador de Echarri no fue publicado por el Copé ni por otra editorial. Las quebradas experiencias y otros poemas, publicado por Editorial Caracol en 1993, incluye el poemario homónimo que obtuvo el segundo premio en 1991, pero además otros textos.
[11] Por los criterios empleados por Yrigoyen (no selecciona a poetas anteriores a la generación del 60), ciertos autores como Pablo Guevara (Oro en 1997) o Leopoldo Chariarse (Plata en 1999) estarían exceptuados.
[12] El título de la antología puede llevar a confusiones, pues los libros antologados no necesariamente se publicaron entre 1978 y 2006 (el libro de Bedoya apareció en el 2012 y el de Sandoval en el 2016, también año de publicación de la antología). La selección se hizo de autores nacidos entre 1952 y 1982, cuyos primeros libros fueron publicados entre 1978 y 2006. De ese modo, los únicos poetas que están fuera del rango de la antología son Eduardo Urdanivia, Martín Zúñiga, Christian Briceño y Roy Vega.
[13] Aunque sí han sido parte de antologías (todos los datos han sido extraídos de la página web del FIP Lima). Naturalmente, no se plantea que la publicación de un poemario sea una medida de excelencia literaria y, por el contrario, considero que es positivo que este tipo de eventos tenga una nómina plural. El punto en discusión es indagar el criterio que excluye a los ganadores de un certamen de alcance nacional.
[14] Una de las limitaciones de esta investigación ha sido la imposibilidad de determinar quiénes fueron los jurados en el Copé de Poesía de 1993. Sus nombres no aparecen en la página web del premio ni en ninguno de los tres libros publicados ese año, hecho este último absolutamente anómalo en la trayectoria de las publicaciones de Petroperú.
[15] Una de las escasas sorpresas al revisar la nómina de jurados es la ausencia de Camilo Fernández Cozman, profesor sanmarquino que ha dedicado buena parte de su trayectoria al estudio de la poesía peruana reciente.
[16] Una novedad, si bien aún poco visible, en algunos de los últimos Copés es la confluencia de los textos con temáticas académicas; pienso sobre todo en reivindicaciones de género (Las hijas del terror de Rocío Silva Santisteban) o vinculadas a temas de identidad y nacionalidad (Gamaliel y el oráculo del agua de Boris Espezúa). Más aún, en otro caso reciente, Leoncio Luque en Igual que la extensión de tu cuerpo recurre a una forma —el testimonio— muy en boga en los estudios literarios en nuestro país. En su justificación, el jurado calificador explícitamente reconoce la elección de este registro como un valor del libro.
[17] Ha sido imposible leer el casi medio centenar de poemarios que configuran el corpus del Copé, mas he consultado una muestra que estimo significativa de los mismos. Estos serán referidos, a partir de ahora, con el nombre de su autor y el año en que fueron premiados (no el año de publicación, que habitualmente es el siguiente).
[18] G. Genette distingue entre el texto literario “propiamente dicho” y su paratexto, es decir, “título, subtítulo, intertítulos; prefacios, posfacios, advertencias, notas previas, etc. (…), y otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que aseguran al texto una envoltura (variable) y a veces un comentario, oficial u oficioso” (citado de Carlos Reis, Comentarios de textos, Ediciones Colegio de España, 1995, p. 31).
[19] El caso más claro es el de los epígrafes. Es habitual que en los recientes ganadores su número sea superior a diez; incluso se ha dado el caso, a lo largo de la historia del certamen, de que un libro posea más epígrafes que poemas. Eso vuelve excepcionales los casos en que tales recursos se evaden o no se usan de modo tan evidente (Varela Tafur 1991, Espinosa 1997)
[20] Evidentemente, en un mismo libro pueden confluir más de una (por ejemplo, la primera y la segunda en O’Brien 1993 o Ruiz Rosas 1999; la segunda y la tercera en Sarmiento 2015).
[21] Si bien el marco ficcional de dicho libro lo convierte en una parodia de esta modalidad.
[22] Paradójicamente, ciertas líneas que fueron predominantes en la poesía peruana durante los 80 y los 90 tienen poca representatividad entre los libros del Copé. Pienso en la poesía que construye un sujeto femenino que cuestiona su lugar en la sociedad, particularmente desde el erotismo (Silva Santisteban 1986 y, en menor medida, Varela Tafur 1991) y aquella que representa el ambiente urbano, sobre todo el marginal, desde la tradición de Hora Zero y Kloaka. Del segundo caso, los tonos varían desde cierta ligereza naïf, con frecuentes recurrencias a lugares comunes (Ildefonso 2001), hasta un lenguaje abigarrado y, en ocasiones, lumpenesco (De Ramos 1995 y aún más Cristobal 1997).
[23] Esto puede matizarse en tanto que hay ciertos elementos occidentales que han sido asimilados por la cultura andina como el cristianismo. Así, Matías Luque se declara “cristiano de fe”, si bien ama “a sus ancestros y a sus dioses tutelares” (“Prólogo de mi muerte (Dos)”, Luque). Sin embargo, el énfasis suele recaer en lo autóctono: “Uno de los significados del aporte churatiano es pretender ser auténtico, aún con las hibrideces y transfiguraciones de nuestros avatares y afanes de construcción de un ser nacional” (“Introito”, Espezúa).
[24] Una semejanza asombrosa es que ambos libros inician con una misma escena: la muerte del abuelo.
[25] Las cursivas son mías.
[26] Cf. el texto de Mirko Lauer y Mario Montalbetti, “Post-2000. Nueva poesía peruana”, aparecido en el 2004, en el número 45 de Hueso Húmero.
[27] Ya decía Carlos Garayar a comienzos de la década del 90 que “no es que haya dejado de publicarse, sino que, a despecho de la aparición de ‘primeros libros’, la poesía recibe menos atención que antes” (citado de “Consagración de lo diverso. Una lectura de la poesía peruana de los noventa” de Luis Chueca, Revista Lienzo, p. 78). Es importante también el reciente testimonio de Abelardo Oquendo, quien señala que después de la inflación de la década de 1980, los tirajes disminuyeron notablemente, situación que no cambió incluso después de la recuperación de la economía (ver http://elcomercio.pe/eldominical/entrevista/oquendo-aficionado-multiplicacion-libros-404151).
[28] Quizás la última antología con tales características o pretensiones fue La última cena. Poesía peruana actual (1987).
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