Ulises fue escrita por James Augustine Aloysius Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941) en 1922. Es una novela organizada en dieciocho capítulos, aunque la mayoría de los críticos no se arrepentirían si tuvieran que dividirla en diecisiete y una coda (el monólogo de Molly Bloom). Cada uno de los capítulos está escrito en un estilo distinto que depende de la correspondencia con algún símbolo de (la) Odisea, poema épico adscrito a Homero (¿? – ¿?, más o menos ambos sucesos en el siglo VIII a.C., aunque su nacimiento y, en consecuencia, su muerte son debatibles). Los dieciocho se agrupan en tres partes. En ellos se narra lo que aconteció el 16 de junio de 1904 con tres personajes: Leopold Bloom, publicista y cornudo; Molly Bloom, cantante de ópera y esposa del primero, y Stephen Dedalus, profesor de colegio, conocedor de Shakespeare y escritor.
Odiseo es Nadie
Después de escanciar vino repetidas veces para Polifemo, el cíclope, Odiseo, rico en ardides, revela que su nombre es Nadie. Cuando el negro licor ha surtido efecto en su cuerpo, el gigante se tiende a dormir en el piso de su caverna sin reparar en la inseguridad que representaba para él yacer de tal forma. Aunque Polifemo, hijo de Poseidón, ya ha devorado a varios de los compañeros de Odiseo que habían resuelto acompañarlo a explorar la isla en que estaban, aún quedan algunos que pueden ayudarlo a encender en la fogata una estaca de verde olivo, con la que queman el único ojo del terrible humanoide, quien profiere alaridos hasta que logra despertar a otros gigantes, sus vecinos. Varios de ellos, desde los exteriores, preguntan por qué razón se exalta. El hijo de aquel que remueve la tierra, engañado por el héroe y convencido por la embriaguez, grita que Nadie lo está matando. El absurdo de la afirmación aleja a los curiosos y libera el camino para Odiseo, quien idea esconderse bajo el vellón de los carneros del gigante para escapar junto a sus compañeros en el momento en que él les permitiera salir a pastar.
A pesar del ingenio que se vislumbra en ese pasaje, la lectura de Odisea nos revela que esa no es la única vez que Odiseo es Nadie. Para el común de los mortales, salvo hasta que él decide revelar su nombre, está muerto. Cuando es descubierto, en Esqueria, por Nausicaa, la de blancos brazos, y hasta que termina de contar sus aventuras a Alcinoo, rey de los feacios, se desconoce su identidad: es Nadie. Lo mismo sucede cuando la ojizarca Atenea le proporciona el disfraz para entrar victorioso a Ítaca, donde se identifica como un mendigo hasta el celebérrimo reto del arco y la flecha: para la mayoría de personas, es Nadie antes de ese acontecimiento.
Los únicos conscientes de la verdadera identidad de Odiseo son los inmortales dioses.
Esa era una concepción clásica de la inmortalidad y de las deidades. Otra es la que menciona Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986) en «El inmortal», cuento (de El Aleph) en el que se afirma que los dioses que manejan el mundo son irracionales y de ellos «nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre» (232). Como (algo) sabemos los que hemos leído este relato, los hombres son capaces de alcanzar la inmortalidad. No se menciona nada sobre la fatalidad de los dioses.
Se me preguntará, con legitimidad, creo yo, por qué he decidido citar a Borges. Uno: hablé de inmortales y me acordé del cuento. Dos: ahí aparece Homero, autor de la Odisea.
Cartaphilus, uno de los narradores del texto, menciona que él, como los demás inmortales, cubre todas las posibilidades de ser: «yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto» (237). Según esa sentencia, entre el presente, el pasado y el futuro, no hay demasiada diferencia; tampoco la hay entre las diversas formas de ser.
Es verdad que Homero también es uno de los inmortales en el cuento de Borges. Aparece como personaje secundario, pero, hacia el final del relato, se confunde con el narrador Cartaphilus y con el narrador Flaminio Rufo, quien empezó a contar la historia. De esa manera, la voz a cargo del relato no es constante, ya que su naturaleza es diversa. Afirma Cartaphilus, al final: «Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras» (237). La falta de recuerdos está asociada, en el cuento, a la falta de una identidad: si el narrador ha sido Homero y será Nadie (como Odiseo), no tiene identidad. En consecuencia, su narración será únicamente el amontonamiento de proposiciones de las que no puede decirse que haya escrito alguien específico. Una posdata ficticia que Borges incluye al final del cuento nos revela que se podría considerar como apócrifo el manuscrito (es decir, la narración de Cartaphilus, que es Rufo, que es Homero y que es Nadie) porque en varios de sus capítulos se encuentran ‘hurtos’ de Plinio, de Thomas de Quincey, de Descartes y de Bernard Shaw.
Todo ello se explica si evocamos que los recuerdos no existen «cuando se acerca el fin» y que la identidad de los inmortales se confunde tal como se confundió (o confundieron) el narrador (o narradores) en el espléndido cuento de Borges.
Al final, él (o ellos) acaba(n) siendo Nadie, como Odiseo; «Nadie, como Ulises» (237).
La inmortalidad de Ulises
¿Nuestro Nadie en la novela de Joyce es Leopold Bloom (llamado «Poldy» por su esposa, «Henry Flower» por sí mismo siempre que le escribe a su amante por correspondencia y L. Boom por el diario local)?
Si nos remitimos al episodio del gigante en la Odisea, que hemos reseñado en el apartado anterior, debemos recurrir al capítulo doce de Ulises, de alguna manera, su análogo. Según el autor, este capítulo se guiaba por el símbolo de «El cíclope». Se trata del único en el que se narra desde la perspectiva de un personaje que no es Stephen, Leopold ni Molly. Además, conviene recordar que la imagen de Bloom que se ofrece desde esa perspectiva es negativa. Aunque no es el único capítulo en que sucede, se aprecia cómo la opinión de Bloom y sus continuas apariciones se pierden entre las que pertenecen a los demás parroquianos del bar. Si lo pensamos de esa manera, es decir, si ejecutamos una comparación entre el episodio de Polifemo en la Odisea y el decimosegundo capítulo del texto sobre el que reflexionamos, las conclusiones a las que lleguemos no serán convincentes. En el caso de Ulises, si vamos a especular de verdad, se puede apreciar que la cuestión es mucho más abarcadora.
Refirámonos a la novela, más que a un personaje aislado. A lo que podemos arribar es convincente en mayor medida.
El primer aspecto se refiere al estilo. En el primer párrafo de este texto, mencionamos que el libro se narra en uno distinto por cada capítulo. Pensemos el de cualquier obra. ¿No es cierto que este permite identificar una voz uniforme, que muchos podrían llamar «estilo del autor»? En Ulises, aquél podría describirse únicamente como la multiplicidad de estilos heterogéneos. Al mismo tiempo, es una trasposición de identidades que pertenecen a tiempos distintos. Verbigracia, en el capítulo catorce se escribe a la usanza de un autor concreto y se cambia a las formas utilizadas por otro autor y vuelve a cambiarse para replicar a otro y…). En la mayoría de capítulos, el narrador de turno cede la palabra al monólogo interior de Bloom o de Stephen y, en el último de todos, tal vez el más regular, la palabra es toda de Molly. Si bien ninguno de los capítulos se parece a otro, juntos forman parte de la misma unidad. La ausencia de identidad es la misma que mencionábamos en el apartado anterior.
A ese aspecto se suma otro que en Ulises abunda: la referencia de elementos externos, propios de la cultura de la época en que está ambientada la historia. La cantidad de citas o menciones de óperas, canciones populares, poemas, novelas, obras dramáticas y oraciones (tanto judías como católicas) a la que se refiere el libro es difícil de medir. Dijimos que, por su proliferación de estilos, la novela carecía de identidad y era Nadie. La abundancia de referencias la vuelve un producto parecido a aquello que Cartaphilus describía en «El inmortal»: «Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras» (237), frase que, como afirmamos, también se asocia a la falta de identidad. Los recuerdos de la cultura, que utiliza Joyce para construir la novela, no existen, porque de ella se han extraído palabras que realizan otras funciones en boca de otros narradores y personajes.
Ambos aspectos nos permiten afirmar que la novela es Nadie, «como Ulises».
Éirinn go Brach
A partir de la ciudad descrita en Ulises, se puede reconstruir Dublín, al menos como era en las primeras décadas de 1900. La cantidad de referencias a calles, establecimientos y monumentos reales que participan del periplo de Bloom indica un cuidado especial por el realismo exacerbado con el que James Joyce quiso retratar su ciudad. Esa fidelidad podría interpretarse como la intención de ubicar la novela en un enclave delimitado, otorgándole identidad y deshaciendo la idea que se ha esbozado en los párrafos anteriores.
Si bien los nombres de las calles y los bares son referencias que solo un dublinés reconocería en su totalidad, los lugares son perfectamente «visitables» por el lector foráneo, más allá del cartel que adorna la puerta o la señal en la esquina. Eso sucede porque la ciudad en la que vive Bloom no es un lugar sin más. No existen las locaciones sin más, sino que están infestadas de referencias a la cultura occidental (véase lo descrito arriba). A través de la descripción obsesiva del Dublín de la época, la Irlanda de Joyce se relaciona con la Irlanda real; a través del lenguaje sin identidad, se convierte en una ciudad universal.
Gracias a esa doble naturaleza, Irlanda es un territorio universal en el Ulises.
Al respecto, es valioso recordar que, en el capítulo doce, al que ya nos hemos referido anteriormente, el narrador carece de nombre, pero posee una ideología nacionalista. Su contraparte, Bloom, que no ha libado demasiado (todavía) para perder el juicio, expresa que la nación es nada más que «la misma gente que vive en el mismo lugar» (Joyce, 379). Y más adelante, cuando todos se han burlado de lo que ha afirmado, agrega: «o también que vive en distintos lugares» (380). Contrario al pensamiento nacionalista, Bloom manifiesta un internacionalismo que sorprende y exaspera a su auditorio. La carencia de identidad, entonces, puede reflejarse en la afirmación a dos tiempos de Leopold: nación es lo propio y nación es lo diverso. Dublín es Dublín y Dublín es varias ciudades al mismo tiempo.
El día, los días
Llegados a este punto (aquellos que no han abandonado la lectura), admitiremos que la diversidad es el rasgo distintivo de Ulises. Esta se ha expresado en la forma de la novela y en la geografía de la misma, según se ha mostrado en los apartados anteriores de este texto. Hace falta, pues, que me refiera al tiempo. Ya había reflexionado Borges (en una manera en que yo sería incapaz de decirlo) en su poema «James Joyce»:
«En un día del hombre están los días
del tiempo, desde aquel inconcebible
día inicial del tiempo, en que un terrible
Dios prefijó los días y agonías…»
Según la novela, los sucesos ocurren el 16 de junio de 1904. No solo se menciona de manera explícita la fecha, sino que, en todo Ulises, se hace uso de noticias que ocurrieron ese día. Se sabe que Joyce lo escogió porque fue el primer día que se citó con Nora Barnacle, su esposa. Olvidémonos, no obstante, de ese dato que no pertenece al texto. El 16 de junio es un día arbitrario. Como en la jornada no sucede nada extraordinario (el único evento que podría calificarse como tal es el funeral de Paddy Dignam) se trata de un día representativo: la cotidianidad absoluta. Esta no es anodina; por el contrario, en el 16 de junio suceden tantos hechos únicos que solamente podemos pensar que forman parte de un día que contiene a todos los demás: los pasados y los que vendrán.
La cotidianidad de la jornada de Bloom se asemeja al día de todas las personas del mundo, de todos los animales y plantas, y de todos los objetos que se cruzan en el camino o reposan desatendidos. Cada objeto contiene en sí algo más allá de sí. En Ulises, un afiche religioso sobre el profeta Elías, en el que se afirma «Elijah is coming» aparecerá en varias horas del día, pero en ese día «están los días del tiempo». Existe, pues, un vínculo con el futuro (el anuncio de que el profeta volverá, «is coming») y con el pasado (las resonancias místicas con el antiguo testamento y cuando Bloom recuerda el momento, más temprano en el día, en que vio el afiche flotar sobre el río). Por esa razón, Joyce trabaja con la idea de un tiempo denso, eterno presente en el que convergen todos los movimientos y las pausas de los cuerpos. De ahí también se infiere que un solo día merezca el repaso de todos los estilos en su composición y la intromisión del monólogo: es la representación del tiempo relativo, aquel que se modifica según la subjetividad de quienes lo viven. El monólogo de Molly sucede en una hora; sin embargo, en él se halla la historia de una vida.
La razón es, por supuesto, que se trata de lenguaje. Volvemos, entonces, a la idea inspirada por Cartaphilus, el personaje borgeano: solo quedan palabras, las cuales escapan a todo contexto y a todo tiempo. Ulises es lenguaje universal. [Leonardo Cárdenas Luque]
Referencias:
- Joyce, James. Ulises. Madrid: Cátedra, 2015. 10 ed.
- Borges, Jorge Luis. «El inmortal». En: Cuentos completos. México: Lumen, 2014, pp. 223-238.