La llegada de la modernidad exigió que el escritor cuestione tanto su lugar en la sociedad como su propio quehacer. Supuso, al mismo tiempo, que la disociación entre las figuras del crítico y el creador sean cada vez más endebles, dado que este último se especializa y reflexiona sistemáticamente en torno a su actividad. Textos como “La filosofía de la composición” de E. A. Poe o el prefacio al Spleen de Paris de Charles Baudelaire son representativos de esta, en cierto modo, nueva disposición. La figura del creador crítico es hegemónica durante buena parte del siglo XX; Pound, Eliot, Valéry, Borges y Paz lo han sido, como también Vargas Llosa, Ribeyro, Loayza, Westphalen o Sologuren.
Esta situación empieza a cambiar en la segunda mitad del siglo pasado, fundamentalmente debido a la crisis del Humanismo “clásico” y a la emergencia de un saber que denominaré académico. La producción del conocimiento empieza a regirse por otros modelos teóricos, muchos provenientes de la lingüística o las ciencias sociales, y por otros factores como el desarrollo tecnológico, el cual posibilita un acceso y multiplicación de la información impensado tan solo décadas atrás —el mundo en el que, por poner un ejemplo, Auerbach escribió Mímesis se volvió súbitamente arcaico. En ese contexto, con nuevos estándares de rigor y objetividad, el saber que podía producir un creador crítico se desprestigia ya sea porque no puede mantenerse informado de los avances en un campo específico, que asume códigos cada vez más esotéricos, ya sea porque su área de interés escapa de lo que la comunidad académica ha delimitado como propiamente científico. Se trata de un claro caso de cambio de paradigma[1].
El saber académico llega al Perú durante las décadas de 1960 y 1970, pero se vuelve hegemónico solo décadas después[2]. Es probable que en esto último haya tenido gran influencia un hecho aparentemente tangencial: durante el periodo de la Guerra Interna, en medio de una grave crisis económica y de enfrentamiento con el terrorismo, muchos escritores e intelectuales salieron del país para formarse en el extranjero. De ese modo, el contacto entre la universidad peruana y la comunidad académica internacional se hace más fluido; son justamente quienes vuelven al Perú los que dirigen hoy muchas de las cátedras más prestigiosas de las escuelas de Literatura.
La asimilación del paradigma académico no solo causó un profundo impacto en el ámbito de la investigación universitaria sino también en el de la creación literaria. Muchos de los poetas más representativos de los 80 y 90 se formaron fuera del Perú, particularmente en la academia estadounidense[3]. Llegaron en el periodo de apogeo de los estudios culturales, tendencia que se opuso radicalmente al Humanismo clásico, acusado de representar la “buena conciencia europea”, y que desconfió del canon y las metodologías que este había establecido. La mayoría han sido o son alumnos y profesores en departamentos de español o estudios latinoamericanos, campo privilegiado que paradójicamente se desarrolló para “conocer mejor a la región” y así prevenir el comunismo en el contexto de la Guerra Fría, pero que con el tiempo se ha caracterizado por otro tipo de posiciones políticas[4]. De ahí que gran parte de esta generación de escritores haya alternado su labor creativa con las prácticas académicas.
Lejos de ser un caso aislado, considero que este fenómeno es un elemento indispensable para entender los derroteros de la poesía peruana reciente, al menos aquella que es posterior al grupo Hora Zero. Más allá de variaciones superficiales respecto a preferencias estéticas, la aparición de la figura del poeta académico es probablemente el cambio estructural más importante de la poesía peruana de los últimos cuarenta años. Ello no es siempre evidente en tanto sus síntomas aparecen en ámbitos muy diversos. En un nivel primario, los poetas más representativos de las últimas generaciones han estudiado carreras universitarias especializadas en las áreas de Letras o Ciencias Sociales[5]. De estos, un grupo importante trabaja en la docencia universitaria, lo que revela en mayor o menor medida familiaridad con los códigos académicos. Desde otra perspectiva, el acercamiento y aprendizaje de la escritura poética es distinto en un contexto en el que las disciplinas como la filología, la retórica o el aprendizaje de lenguas clásicas han caído en desuso. Hasta en poetas del 60 —piénsese en los primeros libros de Cisneros, Heraud o Hernández— la iniciación poética tiene un componente imitativo de ciertos estilos, como el de la poesía lírica española, que el escritor “debía manejar” antes de aventurarse por otros caminos. Esta situación no es tan obvia en las siguientes generaciones y es probable que exista alguna relación entre la mayor diversidad estilística de la poesía peruana de las últimas décadas y el modo de aprendizaje de la escritura poética[6].
Sin embargo, la influencia del discurso académico ha sido y es determinante sobre todo por la difusión de una serie de principios éticos y estéticos que, en tanto se generalizan, permean incluso en aquellos escritores alejados de ámbitos propiamente académicos. Por ejemplo, la preferencia por formas que desafíen las convenciones genéricas (como en las cada vez más comunes mezclas entre el poema y el ensayo) no está enteramente desligada de la ampliación y cuestionamiento del concepto tradicional de literatura desde los estudios literarios, así como el privilegio por una estética de lo fragmentario adquiere otras connotaciones bajo las coordenadas del postmodernismo. La concepción de la poesía como un medio de resistencia simbólica[7] ante el poder encarnado en un canon tradicional —asociado a lo occidental, colonial y patriarcal— se constituye cada vez más como un relato con la capacidad de redimir cualquier producto literario.
Evidentemente, no todas estas prácticas son visibles en el conjunto de la producción poética actual, pues su asimilación es paulatina y ciertos reductos como el de los premios literarios han sido reticentes a ellas[8]. No obstante, un rápido examen de los poemarios que tuvieron más resonancia y atención en las últimas décadas —Symbol de Roger Santiváñez (1991), Pastor de perros (1993) de Domingo de Ramos, Fin desierto (1995) y 8 cuartetos en contra del caballo de paso peruano (2008) de Mario Montalbetti, Berlín (2011) de Victoria Guerrero, Al norte de los ríos del futuro (2013) de Jerónimo Pimentel, Construcción civil (2013) de Willy Gómez— permite constatar la primacía de muchos de los valores arriba descritos. No quiero decir que estos principios hayan sido planteados explícitamente como postulados poéticos, aunque en algunos casos sí, sino que tales textos presuponen cierto diálogo, a veces mayor, a veces menor, con el discurso académico.
Quizás el rasgo más evidente de este conjunto de textos es el predominio de las formas abiertas en la escritura. Así, en algunos casos la unidad del poema, que todavía es fundamental en Cisneros o el primer Hinostroza, es puesta en entredicho. Este fenómeno ha sido teorizado en distintos lugares por Montalbetti[9], pero es quizás más evidente en los últimos poemarios de Santiváñez o Gómez, donde la frontera del poema se vuelve difusa y su culminación no presupone la articulación de un sentido más o menos estable. El poema se convierte, como escribe Magdalena Chocano, en ese lugar donde “solo hay letras / chapoteando en un blanco / mar deleznable” (“Este poema sin ajedrez…”). Los distintos criterios que dotaban de unidad al texto poético —rítmicos, como la sílaba o la cláusula, por ejemplo en Belli o Calvo; de perspectiva, como la preeminencia del sujeto en los poetas de Hora Zero— tienden a ser dejados de lado. Si todavía se mantienen —por decir, la estrofa en Sobre vivir (1986) de Lauer o Geometría de Espinosa (1998)—, se convierten en elementos meramente formales que no contienen la dispersión semántica en los textos. En algunos de los que prosiguen la tradición coloquial, la percepción del sujeto se vuelve más fragmentaria, como en muchos de los poemas de Domingo de Ramos. Del mismo modo, si el poemario como conjunto está atravesado por una trama, esta no ofrece una narrativa estable sino difusa (cf. Pastor de perros o Al norte de los ríos…); en general, hay una mayor desconfianza ante la posibilidad de establecer un relato cohesionado entendido en los términos teleológicos que la nociones utópicas o revolucionarias garantizaban[10].
Por supuesto, podría señalarse que tales rasgos ya aparecen en algunos poemarios de la tradición poética peruana, como en Trilce, los sonetos iniciales de Martín Adán o los textos más radicales de Eielson. No obstante, la gran diferencia radica en que solo ahora existe una comunidad, en muchos casos respaldada por instituciones, dispuesta a valorar tales producciones y proveer los parámetros que las hagan legibles. Ello no implica solamente una mayor familiaridad respecto a dichas prácticas estéticas, sino también un marco conceptual capaz de explicar y justificar la elección de tales alternativas. Por ejemplo, es casi un lugar común que los reseñistas deduzcan que la sintaxis fracturada de un poema presuponga una crítica general al lenguaje; a nadie le escandaliza leer que la ausencia de puntuación en el poeta X refleje la teoría lacaniana de deriva significante. No se trata solamente de que ciertos poetas formen parte de un circuito académico, se trata de que desde las últimas décadas existe una constelación de valores, nociones y conceptos que han cambiado el modo de leer un poema. Es, sobre todo, una transformación de la lectura.
Todo ello implica una redefinición del campo poético nacional que entraña ciertas consecuencias. Primero, en la formación del canon intervienen valores que han reemplazado a otros, como el de la militancia política, que tuvieron una fuerza significativa hasta la década del 80[11]. La Academia, sus temas, intereses y orientaciones se han constituido como factores importantes en el ámbito de la creación de poesía, más aún porque la figura tradicional del creador crítico ha sido sustituida por la del poeta académico[12]. Por eso, es indispensable dejar de pensar a la Academia como un observador imparcial y asignarle el rol de agente que participa de la formación de tradiciones hegemónicas. De ahí que parezca lógico suponer que quienes estén más cerca del ámbito académico, o asuman la representación de sus valores, tengan mayores posibilidades de ingresar a dicho circuito. Explicitar dichos criterios y ponerlos en cuestión es una de las tareas principales de la crítica literaria.
Por otro lado, estos cambios suponen una redefinición del concepto de los márgenes, que deberían medirse en función a la relación al ámbito académico y no a la elección de un tema o estética que se oponga a una supuesta norma. En otros términos, existe una contradicción de base al escribir desde el marco de la Academia y pretender marginalidad. De ello se deduce también que el “conservadurismo”, mote con el cual se descarta propuestas estéticas en tanto no responden al imperativo de la novedad, no es una categoría que pueda medirse en términos absolutos sino relativos. No se es conservador (o “progre”, para el caso) a secas sino en función a ciertos paradigmas, modelos y valores que orientan nuestra comprensión de la realidad: poiesis y episteme, el modo de escribir y el modo de entender, están necesariamente relacionados.
¿Cuáles son los riesgos de esta situación? La relación entre las instituciones, los hechos y la creación literaria no es unidireccional sino fluida, dialéctica —no solo la Academia influye en la escritura poética sino también a la inversa, máxime si es cada vez más común la confluencia de ambas esferas en una misma persona[13]. En algunos casos, ello puede generar un círculo vicioso autocelebratorio: la institución convertida en un proveedor de justificaciones extraliterarias, los creadores abocados en la tarea de cumplir un conjunto de expectativas cuyo origen muchas veces desconocen. Más importante aún, existe un saber cuya especificidad no es cubierta ni por la labor académica ni por la creativa: la crítica. El mayor riesgo de la adopción ciega del paradigma académico es la desaparición de esta forma de pensamiento, que el poeta académico se vuelva incapaz de reflexionar sobre su propia actividad, sobre todo en términos propiamente literarios. Y algo de eso ya sucede en el Perú donde la crítica es probablemente la actividad menos rentable, con menos lectores y con menor espacio de todo el ámbito literario[14].
En estas páginas, he sostenido que las condiciones materiales y culturales que hacen posible la poesía en el Perú se han transformado en las últimas décadas. Para ello, me valgo del concepto del poeta académico, noción que refiere al menos dos fenómenos complementarios: a nivel general, al conjunto de valores éticos y estéticos surgidos a consecuencia de tales transformaciones; a nivel específico, a la aparición de sujetos dedicados a la creación poética que al mismo tiempo participan en la vida académica y están ampliamente familiarizados con sus códigos. No hace falta mucha perspicacia para notar que estos efectos son incluso más evidentes en las generaciones de poetas más recientes. Ello permite identificar las raíces de ciertas actitudes “rupturistas” y cuestionar si la “novedad” es siempre el camino más arriesgado. [Mateo Díaz Choza]
[1] Estas diferencias se han evidenciado en los comentarios de los propios creadores, como en esta ilustrativa entrevista de Vargas Llosa (http://www.lanacion.com.ar/923629-mario-vargas-llosa-critica-a-los-criticos).
[2] Existe un consenso en que es con Alberto Escobar que se instaura un horizonte moderno en los Estudios Literarios en el Perú. Entre las décadas del 60 y 80 aparecen críticos como Antonio Cornejo Polar, Raúl Bueno, Tomás Escajadillo o Desiderio Blanco. Será a fines de los 80, en el contexto de la crisis económica, que una nueva generación se desarrolle bajo un horizonte posmoderno, marcado por la influencia de las teorías postestructurales y el interés por ampliar el corpus a discursos emergentes (cf. Las letras y los hombres de Miguel Ángel Huamán). Más allá de especificidades, esta línea teórica ha sido la dominante en los estudios literarios del presente siglo.
[3] Entre ellos, se encuentran Edgar O’Hara, Mario Montalbetti, Eduardo Chirinos, Magdalena Chocano, José Antonio Mazzotti, Mariela Dreyfus, Rocío Silva Santisteban, Roger Santiváñez, Odi González, Victoria Guerrero, Alejandro Susti, Xavier Echarri y Martín Rodríguez Gaona. También vale la pena mencionar los casos de Julio Ortega, quien es profesor en EEUU desde hace tres décadas; José Morales Saravia, quien estudió en Alemania, donde ejerce la docencia hasta ahora; y Luis Chueca, actual profesor de la PUCP formado en Chile.
[4] Los Estudios Culturales plantean la apertura a otros tipos de textos que desafían las nociones y valores literarios tradicionales. Del mismo modo, han mostrado recelo ante metodologías como el análisis textual, en el cual subyacerían prejuicios y presupuestos respecto a la autonomía e independencia de los textos literarios y sus valores (ver “An Introduction” en Cultural Studies de Grossberg, Nelson y Treichler). Para un panorama de los estudios literarios en EEUU durante los años 90, ver el fundamental ensayo “In Defense of Poetry” de Marjorie Perloff (http://marjorieperloff.com/essays/defense-poetry/). Sobre la historia de los departamentos de estudios latinoamericanos en EEUU, es esclarecedora esta entrevista a Sara Castro-Klarén: https://vimeo.com/172614169
[5] La primera cátedra de Interpretación de Textos Literarios en el Perú se inaugura en la Universidad de San Marcos en el año 1960 a cargo de Alberto Escobar. La consolidación de este nuevo abordaje ante el fenómeno literario, empero, tomará décadas.
[6] No es sorprendente que los críticos contemporáneos a autores de las generaciones del 50 y 60 (Escobar, Cornejo Polar, Bueno, Escajadillo) se hayan formado en la filología y luego hayan derivado otras corrientes teóricas. Tanto Cornejo Polar como Bueno afirman que llegar a EEUU implicó enfrentarse con tendencias postmodernistas con las cuales tuvieron que negociar y a las que no se sentían tan cercanos. La situación de los académicos de la siguiente generación parece ser bastante distinta.
[7] Vale decir que en la mayoría de casos la resistencia simbólica ha desplazado a la militancia política activa. Es interesante notar cómo la mitología en torno a la figura de Javier Heraud no es tan atractiva hoy como, por ejemplo, la de Luis Hernández.
[8] Respecto a la invención de mundos y cánones paralelos en los concursos literarios en el Perú, ver https://cuadernosdelhontanar.com/2017/07/10/la-paradoja-del-cope/
[9] Sobre todo en “Labilidad de objeto, labilidad de fin y pulsión de langue. En defensa del poema como aberración significante”.
[10] De ahí que pueda advertirse que la noción de Historia (moderna, no posmoderna) presente, por ejemplo, en un texto tardío de Pablo Guevara como Un iceberg llamado poesía (1997) vaya desapareciendo en los autores más jóvenes. Así, es interesante comparar cómo Willy Gómez elabora dicho tema y el de la memoria nacional en Construcción civil en relación al tratamiento que recibe por autores como Cisneros, Rose o Mora.
[11] La polémica suscitada por algunas publicaciones es hoy impensable. Pienso, por ejemplo, en la publicación de El libro de Dios y de los húngaros de Antonio Cisneros, cuya temática religiosa fue percibida por ciertos sectores como una traición al proyecto político de izquierda militante.
[12] Es distinto el caso de la narrativa, donde el mercado y las grandes editoriales posicionan autores, instituyen modas y determinan el éxito de los libros.
[13] Esto es algo de lo que rara vez se toma consciencia en las esferas académicas. Así, por ejemplo en la introducción a Las letras y los hombres, Miguel Ángel Huamán presenta un esquema sobre la tradición cultural en el que las esferas de la comunidad académica y la comunidad interpretativa (aquellos que leen textos literarios sin criterios académicos) significativamente no se intersecan. Contrariamente, sostengo en este trabajo que hay sujetos que atraviesan constantemente las distintas esferas de la creación literaria, la crítica no académica y la crítica propiamente académica.
[14] Sobre el concepto de crítica y su situación en el Perú, ver https://cuadernosdelhontanar.com/2017/01/08/el-repliegue-de-la-critica/
No por enseñar en una universidad desaparece la marginalidad. Hay miles de contratados (adjuncts en EEUU) que son nada en la institución académica.
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Hola Andree, efectivamente hay casos muy diferentes y se haría mal en generalizar. Además, entiendo que las instituciones académicas no son monolíticas y que hay discursos que predominan sobre otros. Sin embargo, creo que la categoría de «marginalidad» difícilmente puede aplicarse a aquello que se produce dentro de los marcos de la Academia.
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