
La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas es el filme más célebre del documentalista chileno Patricio Guzmán. Compuesto por tres partes —La insurrección de la burguesía (1975), El golpe de estado (1977) y El poder popular (1979)—, comprende material fílmico del periodo final del gobierno de la Unidad Popular, desde octubre de 1972 hasta setiembre de 1973. Si bien en términos genéricos La batalla de Chile es un documental, ello no impide que mantenga filiaciones con otros discursos. La primera de ellas, quizás la más evidente, es la épica, que aparece aludida desde el título en términos como “batalla” o “lucha”. La gesta narrada es la de un personaje colectivo, “el pueblo sin armas”, con cuyo proyecto el cineasta abiertamente simpatiza. Asimismo, la estructura tripartita de la obra y el tratamiento de Salvador Allende, representado como un personaje que enfrenta dignamente un destino, establece otra filiación con la tradición clásica: la tragedia.
Como en cualquier documental, la seducción de La batalla de Chile radica en las ¨imágenes reales¨, los trozos de historia que exhibe, que en este caso resultaron tener una trascendencia medular en el desarrollo de la política chilena y latinoamericana. La proximidad de la cámara con los protagonistas que desfilan sobre la pantalla proporciona al espectador una ilusión de contemporaneidad y contigüidad con los hechos narrados. A ello se suma la propia peripecia de las cintas, que el propio Guzmán relata en Chile, la memoria obstinada (1997), cómo estas escaparon casi milagrosamente —en las valijas de un diplomático sueco— de la censura pinochetista para llegar a Cuba donde se realizó la mezcla y el montaje. Tales circunstancias refuerzan el convencimiento de que la materia prima del film es un documento histórico de por sí, un testimonio de aquello que el Pinochetismo quiso obliterar de la memoria colectiva.
A pesar de ello, es claro que un relato articula el montón de imágenes que el filme proyecta, un relato que implica la predominancia de una perspectiva y una toma de posición. Aun el género fílmico que podría tener más pretensiones de objetividad, el documental, supone una mirada que muestra y oculta, vela y revela. La elección de qué filmar implica desde ya una forma de mostrar la realidad, como se evidencia en la escena del en el velorio del comandante Arturo Arraya Peeters, edecán de Allende. Los lentos movimientos de cámara que enfocan a los altos mandos militares producen una secuencia plenamente cargada de tensión dramática y sugestión, a pesar de que no se pronuncie una sola palabra. El propio montaje del film, que abandona la linealidad cronológica, refleja una organización específica que tiene, como se verá más adelante, importantes connotaciones para la interpretación de los últimos días de la democracia chilena. Esta perspectiva se refuerza, sin dudas, con la voz del narrador que le proporciona sentido a las imágenes, las hacen legibles y las inscriben en el plano del discurso. Solo así es que las imágenes pueden ¨hablar¨ y brindar su testimonio.
La trilogía de Guzmán acerca el ojo del espectador a los bordes de lo irrepresentable. Para fundamentarlo remito a la escena, involuntariamente barroca, con que finaliza la primera parte. En ella se nos muestra el momento en que el camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen filma su propia muerte: se le ve agachado mientras uno de los oficiales rebeldes, durante el Tanquetazo del 29 de junio, le dispara a quemarropa. Inmediatamente el mismo hombre, acaso consciente de que era filmado, apunta hacia la cámara, se oyen gritos y la imagen se desplaza al suelo para luego nublarse. Si la mirada no se mantiene, es porque se ha alcanzado un límite y lo que sigue es la aniquilación de todo sentido. La escena evidencia además cuán falaz es la oposición entre la representación y la realidad, cómo el ámbito de la primera forma parte del de la segunda, y en ese sentido, cómo el arte y la vida coexisten. Igualmente peligrosas, balas e imágenes: si el arma apunta a la cámara, la cámara también apunta al arma.
El clímax de la trilogía es sin duda la muerte de Allende, al final de la segunda sección. Todos los hechos que se han presentado desde el inicio del film constatan la inevitabilidad del desenlace y la imposición de una fatalidad ante la cual la voluntad individual es impotente. Para los griegos el héroe trágico es aquel que enfrenta el destino y así se hace digno; tras el ojo de Guzmán, así vemos los minutos finales de Allende. Sus actos finales —no aceptar la rendición de los golpistas, pronunciar su último mensaje— se tiñen de esa connotación. El golpe de estado finaliza con el mensaje reproducido sobre la pantalla, lo que puede leerse como una extraña transfiguración: el sujeto de carne y hueso deviene voz para finalmente hacerse texto, el cuerpo se vuelve letra. Casi imposible entonces no advertir, para el que lee desde estas latitudes del hemisferio sur, que cada autor crea sus precursores, que tan solo cuatro años antes José María Arguedas se quitaba la vida y dejaba inéditas las estremecedores cartas que conformarían luego El zorro de arriba y el zorro de abajo, que entre los dos actos median contextos muy diferentes pero escuchamos una cuerda con la misma resonancia.
No obstante, Guzmán no quiere hacer de la experiencia de la Unidad Popular una tragedia cinematográfica. Por el contrario, la tercera parte, El poder popular, violenta la narrativa de las secciones anteriores para retroceder en el tiempo y mostrar cómo la clase trabajadora chilena se organiza y construye sus instituciones. Los protagonistas aquí no son los líderes de la política partidaria sino un movimiento popular vivo, contradictorio, en constante ebullición, cuya espontaneidad rebasa incluso los cauces que sus líderes querían imponerles. Este testimonio es quizás el más sorprendente para el espectador que luego enfrentará al filme, una vez que las condiciones sociales en que este se había filmado hayan cambiado completamente.
Lo que hace Guzmán en Chile, la memoria obstinada es una arqueología de su trilogía y es, por eso, su complemente indispensable. Las escenas en que los jóvenes universitarios y escolares de los 90 ven el documental, por primera vez exhibido en Chile en 1996, muestran una de las fantasías más antiguas del cine presente ya en El hombre de la cámara de Dziga Vertov (1929): la pantalla convertida en ojo, la imagen que mira a los espectadores. Los sollozos, las discusiones, las reacciones, son lo que el teatro clásico nunca nos pudo ofrecer, el imposible registro de una catarsis anunciada. Es también la confirmación de la contundencia de un filme que no deja de interpelarnos. [Mateo Díaz Choza]