Los reconocimientos, de William Gaddis

 

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Se puede leer en otros lugares que Los reconocimientos es similar a Ulises. En otros lugares, también, se ha citado la comparación que Harold Bloom hace de estas dos novelas, en la cual llama a la de Gaddis el Ulises norteamericano. Mucho antes de eso, se habían escuchado otras voces críticas que Jack Green, crítico de críticos, desnudó: esas voces, en muchos casos, no habían leído la novela y habían cometido errores cándidos como confundir a un enfermo de diabetes (como es un personaje, llamado Sr. Pivner) con un adicto a la heroína. Hubo alguno que, flojo para leer el libro de casi mil páginas (en la edición de Sexto Piso, el libro supera las 1300), publicado por Harcourt Brace en 1955, también lo fue para comentar algo original y copió con pocos escrúpulos trozos de una reseña ajena, de manera que consiguió material con el que renegar de esta novela. En el New Yorker, confirmando los cuchicheos intelectuales, se comentó que era como el Ulises, pero no tan buena.

Desde su recepción crítica, Los reconocimientos triunfaba. El coloso de novecientas cincuenta páginas generaba despistes en las filas de críticos, que formaban parte de una serie de falsificaciones: la novela se identificaba con un Ulises de calidad inferior, los críticos plagiaban los textos de sus colegas, ellos mismos confundían la inyección de glucosa con un narcótico y Jack Green detectaba que muchas de esas palabras provenían de la falta de lectura, requisito de toda reseña; es decir, se trataba de reseñas falsas. Claro que la editora que publicó esa primera novela de Gaddis perdió al apostar por él, y él mismo consideró que los comentarios no le hacían justicia porque no habían partido de un análisis franco, sino de una intención: una primera novela tan ambiciosa, escrita a los treinta y tres, no podía haber alcanzado lo que pretendía. Para aumentar el lío, según el prólogo de William H. Gass, ni siquiera la identidad de Gaddis era segura: se creía que Jack Green era una segunda identidad, útil para defenderse de las palabras negativas. Hasta a Gass habían felicitado cuando a Gaddis se le premió con el National Book Award por su segunda novela, Jota Erre (1976) (aunque es válido dudar de la veracidad de este dato).

De esa manera, la crítica sobre la novela entraba a la discusión que el texto planteaba. Los reconocimientos aborda de manera central el tema de la falsificación en el arte y la relación de la crítica con la plástica, en la que la primera parece servir más al valor del mercado que al estético. Un ejemplo se muestra en los primeros capítulos, pero necesitaremos algo de trasfondo para entenderlo.

Wyatt es el protagonista. Es muy complejo para ser descrito con justicia en este párrafo, así que me contentaré con resaltar su personalidad de pintor. Antes que los temas de las pinturas, antes que la fama y las exhibiciones programadas por curadores, le preocupan los matices y las texturas en el cuadro. Ha elaborado su propio canon del arte, en el que destacan los maestros de la pintura flamenca, como Jan van Eyck, Hans Memling, Hugo van der Goes, Arton van Dyck o Rembrandt. Siente, también, una especial admiración por Hieronymus Bosch, El Bosco; en particular, por su «Mesa de los pecados capitales», obra que adquiere preponderancia en la novela desde el primer capítulo. La técnica de pintura de estos artistas, que suelen retratar todos los detalles posibles, de manera que el ojo humano es incapaz de percibirlos con un vistazo, se mezcla con una concepción mística que Wyatt adquiere gracias a su contacto con el arte: para el ojo de Dios, ningún detalle es insignificante; todo en la realidad tiene la misma relevancia. De esa manera, Wyatt llega a creer que es un elegido. Incluso, una chica de servicio que lo atendía de niño llega a pensar que él representa la segunda venida de Cristo cuando regresa a casa del padre en fechas cercanas al solsticio de invierno en el hemisferio norte. Esa creencia es adquirida por lo que Wyatt se dedica a hacer en realidad: inventar cuadros de aquellos que considera sus maestros. Su talento para ello es extraordinario. Pronto, un coleccionista de arte lo contrata para que cree nuevas obras «perdidas» de maestros flamencos, de manera que puedan subastarse y ambos enriquezcan. El dinero no le viene mal a Wyatt, que también utiliza ese trabajo como un entrenamiento para lo que desea: terminar su primer lienzo original, lo que no logra. En cuanto a su vida personal, se podría sintetizar como problemática, lo cual se espera de un sujeto así, de todas formas.

En el ejemplo anunciado hace dos párrafos, un crítico visita a Wyatt. Actúa como alguien que sabe su importancia. Da vueltas por la casa, comenta el libro que el anfitrión ha dejado descuidado y, con la rapidez de un enfermero que inocula una inyección, le revela la función de la crítica para que un cuadro se venda en París, residencia temporal del protagonista. Tal vez lo dice así: «La crítica es todo lo que importa», pero toda recomendación en las revistas más leídas por los entusiastas de la plástica depara un porcentaje del diez por ciento para el benefactor. De lo contrario, los comentarios podrían ser negativos. Wyatt se niega a la coacción y se condena a una reputación desfavorable en Francia. Cambia de ciudad al finalizar el capítulo.

En cuanto a la relación de la crítica con el mercado, se debe considerar que este último trastoca el valor del cuadro. Como depende de la crítica, el valor es falso, ya no se relaciona a lo estético. En tal sentido, deja de ponderarse el arte por lo que es; la obra se desdibuja y pierde su singularidad, porque se convierte en una mercancía. Su naturaleza falsa es validada por la crítica, que crea lo «verdadero» a partir de aquello que le conviene.

 

2

El pintor también pierde la identidad, como sucede con Gaddis al recibir el premio por Jota Erre. Desde antes de la mitad de la novela, el narrador deja de mencionar el nombre de Wyatt. Solo dirá ‘él’ o conjugará lo que haga. Ni siquiera sus cercanos se atreverán a mencionar su nombre. Él se convierte en lo indeterminado, aunque el lector puede reconocerlo, con sospechas, por rasgos que el autor decide conservar, los cuales suelen llamarse «marcas de identidad».

Las páginas avanzan. El libro de Gaddis aborda grandes temas, como la religión, la filosofía y la política. El conocimiento que exhibe sobre los dos primeros, en especial, es apabullante. Es uno de los aspectos en los que reposa su parecido a Ulises. Otro lo constituye la abundancia de referencias a la tradición occidental y judeocristiana. Los símbolos, nombres y juegos de palabras guardan secretos que requieren un lector culto (o Google) para alcanzar a entender ciertos pasajes. Aunque ese tipo de lectura depara una profundidad amparada en varios niveles de lectura, Los reconocimientos dista de la ilegibilidad de algunas frases del texto de Joyce y puede disfrutarse a nivel rítmico o descriptivo sin dejar de lado el humor que Gaddis maneja con maestría. No se debe pensar, por ese motivo, que sea un sucedáneo de la novela del irlandés.

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Los siete pecados capitales – Atribuida a El Bosco

Así, muchas veces me pareció distinguir la influencia de uno en el otro. Luego me enteraría que Gaddis no había leído Ulises al momento de escribir Los reconocimientos. Sin saber si eso era verdad, preferí enfocarme en las falsificaciones de la trama (las ficticias) y de repente pude ver cómo el libro me lo explicaba. No había reconocido a Joyce en la prosa de esta novela por azar ni porque Gaddis quisiera que fuera un reconocimiento inevitable. Había reconocido la tradición, lo ya visto.

De eso trataba la novela en distintos ámbitos. La vuelta en la tradición religiosa puede ilustrarse con la vuelta de Cristo en la figura de Wyatt, como fue dicho; la mujer de servicio en la casa del padre de Wyatt esperaba un «regreso». Lo artístico volvía en las falsificaciones que se subastaban. Quienes participaban de ellas esperaban que el pintor muerto hace tantos años «volviera» con una obra nunca vista, que fueran ellos quienes lo habían reconocido. Nuestra historia humana, pude comprenderlo a partir de la idea de identidad trastocada, de falsificación, es la repetición de un tiempo caótico que lleva y regresa los sucesos del pasado al futuro, jugando con nosotros una performance irónica. Podemos extender incluso un poco más esa idea, pero eso requeriría escribir resúmenes no prácticos para un texto que pretende ser breve.

Lo que se puede decir es que Gaddis, en esta primera novela, abordó un tema que pertenece a la tradición clásica y que hasta hoy sigue siendo central para articular ficciones de distintos registros (textos narrativos, películas, series): el problema de la identidad. Desde Edipo, que desconoce quién es, hasta Don Draper de Mad Men, a quien lo asaltan en dosis iguales la historia de quien fue y de quien quiere ser, pasando por el tópico del doble y la moda de la «autoficción», Gaddis se acomoda como uno de los más originales al abordarlo desde la idea de la falsificación en el arte, al punto de que su propia identidad como autor se confunde, se pierde, y convierte en performance irónica la publicación de Los reconocimientos y las críticas que siguieron a esta.

Escribió Borges en «Borges y yo»: «Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición». Por eso, a quien haya leído a Gaddis no le será difícil escuchar su eco en páginas inesperadas.

[Leonardo C. Luque]

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