Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro

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Fuera de México se habla muy poco de Elena Garro (1916-1998). Cuando ello ocurre, tiende a mencionarse más su agria relación con Octavio Paz, su affaire con Adolfo Bioy Casares, y su polémica reacción al campo cultural mexicano de la década de 1960, que la notable factura de su literatura. Aunque ello responde en parte a cómo sus propias declaraciones desestimaron la recepción de una obra mayor, considero que en su caso van de la mano el protagonismo del morbo –que suele confundirse con la forja de una persona literaria– y la mayor atención que solía recibir –independientemente de la calidad de sus entregas– un escritor en relación a una colega mujer en Latinoamérica. En todo caso, Garro fue una prosista y dramaturga interesada en los problemas estructurales de México, a los cuales se acerca con expresión tan lograda como personal.

Al haber iniciado su actividad en los años de dominio del Boom latinoamericano, su trabajo se ve afectado por las contingencias de una década en la que no era posible no tomar una posición política para escribir o existir. Y si bien es cierto que la circulación literaria del periodo era marcadamente patriarcal, el caso de Garro es paradójico porque pasa de la crítica de la burocratización de los sectores intelectuales en torno al PRI, a criminalizar la protesta estudiantil de Tlatelolco en 1968, legitimando la brutalidad represiva de la administración de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Aunque tras la muerte de Garro sigue abierta la polémica sobre su cooperación con el régimen de Díaz Ordaz y con agencias extranjeras de espionaje, su posición política de entonces fue frustrada tanto por los hechos históricos como por los asuntos de su propia narrativa. Cuando menos en su ficción puede encontrarse una crítica de la burocracia institucionalizada y el recurso a la violencia antes que algún tipo de legitimación, ambigüedad o defensa de sus reacciones conservadoras.

Galardonada con el premio Xavier Villaurrutia, Los recuerdos del porvenir (1963) es una novela de dos partes y casi trescientas páginas que transcurre en la localidad de Ixtepec. Entre la construcción indeterminada y ficticia –pues la narración no señala los vínculos del pueblo a otras formaciones urbanas más que por una vaga referencia al norte de México, con la posibilidad de inspirarse en Ixtepec, Guerrero– la primera novela de Garro no debe su título a la expresión estilizada de una paradoja vacía tan abundante en la ficción contemporánea. Por el contrario, Los recuerdos del porvenir refiere cómo el caudillismo militar amenaza la vida comunitaria, produciendo la repetición de un pasado luctuoso y aniquilador. Su trama expone así un desenlace local de las postrimerías de la revolución mexicana, figurando cómo el desmantelamiento de la vida en Ixtepec resulta de los excesos del ficticio general Francisco Rosas.

Contada por la voz del pueblo, que adopta la forma de un narrador masculino y cede ocasionalmente la palabra a los personajes, la novela presenta el avance del caudillismo sobre las tensiones de una sociedad periférica. Se encuentran así los dilemas domésticos de la familia Moncada en el primer capítulo con el avance del poder de Francisco Rosas en las interacciones públicas de Ixtepec. Por sus opciones de composición, se puede afirmar que la primera parte de Los recuerdos del porvenir desestima la interpretación de lo social en la cual la vida privada no es afectada por otras experiencias. Al entregar las interacciones de la familia Moncada, los diálogos callejeros, la suspensión de la socialización festiva con la llegada de los gobiernistas, y al presentar la interacción en la casas de citas del pueblo, la novela muestra, imitando el lenguaje cotidiano, que la idea de que la compartimentación de la vida pública y privada se origina en el poder político y en la estabilización de sus valores mediante el hábito. La manifestación más inmediata de esta sensación es referida por personajes que indican cómo “en México” –en  referencia a la capital– no se sabe de sus asuntos. Bajo la restricción de lo local, el acceso a la movilización social está limitado por el género, la raza y la clase, reduciendo las interacciones a una serie limitada de intercambios. Esa lógica, que imprime una sanción moral invariable en el borracho, el trabajador doméstico o agrícola, y fija en sus labores unas posibilidades de vida precarias, es desmontada por dos personajes: la trabajadora sexual Julia Andrade en la primera parte de la novela, y el sacerdote Beltrán en la segunda. En ambos casos, tanto la ‘querida’ de Rosas como el sacerdote vinculado a la guerra cristera (1927-1929) van a desbaratar el autoritarismo del caudillo.

Lo anterior me lleva a pensar que Los recuerdos del porvenir dista de suscribir las formaciones patriarcales en las que se concentran otras novelas mexicanas y latinoamericanas de su tiempo, mostrando cómo el exceso patriarcal afecta lo social. Ello se manifiesta en el capítulo VII de la primera parte, en el que el ficticio general Rosas constituye, en opinión de personajes como Elvira Montufar, Tomás Segovia y Martín Moncada, una consecuencia del proceso que inicia con Francisco Madero y continúa en la pérdida de poder de la clase alta a manos de los llamados ‘pistoleros’, segmento armado que emplea la violencia según conveniencias circunstanciales. Con matices de posición, la conversación señala cómo el beneficio personal y el despliegue del poder individual son antepuestos a la forja de lo social. Por ello, pienso que Garro busca la dramatización del privilegio de clase al señalar, con expresiones del tipo “el mejor indio es el indio muerto”, o la alegría de algunos personajes al saber de la muerte de Emiliano Zapata, que el exceso caudillista responde al cálculo y la satisfacción individual antes que a alguna solución comunitaria.

Según transcurren las páginas, Los recuerdos del porvenir se va planteando como una crítica del caudillismo y sus condiciones de posibilidad. A la imposibilidad de expresión pública a la que Rosas somete a Ixtepec se agrega la forma en que el lenguaje del poder normaliza el abuso, convirtiéndolo en medida de las interacciones. Con Juan Cariño –a quien todo Ixtepec llama ‘presidente’ aunque lo consideran loco, y vive en la misma casa de citas donde trabaja Julia Andrade, la amante de Rosas–, la novela muestra que el caudillismo sanciona la resistencia al mandato arbitrario, caprichoso e incuestionable con la lógica del insulto. Si bien la ‘locura’ de Juan Cariño inicia en el desfase entre sus convicciones políticas y el respaldo popular con que cuenta –el de las prostitutas–, Rosas descalifica a la fuente del discurso para descartar una serie demandas legítimas como extensión irracional solo porque le resultan inconvenientes. Con ello se posponen las demandas por esclarecer la desaparición de personas o por mejorar las condiciones de vida de la comunidad.

La indiferencia de Rosas solo se desbaratará al final de la primera mitad de la novela, cuando su relación con Julia Andrade se interrumpe. Con la partida de la última junto a Felipe Hurtado, la novela muestra cómo, pese a que las casas de citas responden al deseo masculino, Rosas no consigue modificar las aspiraciones personales de una Julia que ya es identificada en el pueblo como su amante y propiedad. En uno de los pasajes mejor logrados de Los recuerdos del porvenir, la suspensión del tiempo al final de la primera parte es también la frustración de un relato social que sepulta y oprime a los agentes a los cuales condena o maltrata –como la prostituta o el campesino– pese a lo mucho que necesita de ellos. Del mismo modo, la partida de Julia muestra la paradójica ambigüedad moral del caudillo, que trata de inferior a quien abastece su mesa de alimentos o satisface su placer sexual.

La segunda parte nos muestra a un Rosas preocupado en extender su poder ante dos hechos históricos de las década de 1920: la eliminación del agrarismo y la formación de la rebelión cristera. La obsesión del caudillo con el poder invita al lector a  identificar cómo el autoritarismo, lejos de agotarse en la esfera pública, se extiende sin reconocer límites hacia la vida privada. Si esto ya aparecía en la primera parte de la novela, en la segunda asistimos a la radicalización en clave privada de dicho poder cuando Rosas se acerca a Isabel Moncada para hacerla su amante. Si antes Rosas afectaba a voluntad a los oprimidos del caudillismo, ahora va a disponer de los individuos mejor posicionados. La suerte de los tres hijos Moncada señala el destino de las familias con patrimonio ante la violencia postrevolucionaria, pues si las mujeres se ven obligadas a entregarse sexualmente por la coerción armada, los hombres civiles son desprovistos del uso de su masculinidad o mueren en caso de negarse a colaborar con las autoridades.

Otro aspecto logrado de Los recuerdos del porvenir es la exposición del sentir de los personajes ante el drama caudillista y cristero. Garro consigue figurar con variedad la experiencia de los habitantes de Ixtepec, mostrando como la socialización es plural en tanto evento, y alberga momentos inarticulados de interacción y experiencia en los cuales el placer y la felicidad también encuentran lugar espacio. Cuando Garro imita la socialización del sujeto popular en personajes como Elvira, su novela figura cómo la anulación de lo político elimina el derecho a existir de quienes se definen por su retiro a la vida privada y la interacción con el mundo próximo:

“Ella no pedía nada: oír cantar a sus canarios, guardar las fiestas, mirar el mundo adentro de su espejo y platicar con sus amigos. Y no lo lograba: enemigos lejanos convertían en crimen todos los actos inocentes.” (Los recuerdos 156).

Lejos de las dicotomías de la víctima y el agresor, la narración también deja espacio para el humor negro al propiciar efectos humorísticos de carácter político en el lector. Ello ocurre con la satisfacción que sienten algunos personajes al saber de la muerte de Álvaro Obregón, quien fallece mientras come un plato de mole, o al figurar el malestar compartido de blancos e indios de Ixtepec por tener que interactuar al asistir a misa. La obligación de tener que escoger entre “el placer de uno… y el de los otros” (Los recuerdos 169) se convierte en el dilema de los habitantes del pueblo ficticio, desdibujando unas interacciones que se presumen naturales aunque colapsan con el exceso del poder.

La exacerbación del autoritarismo genera la presencia de un contrario enigmático: Abacuc el cristero, quien opera y se desplaza en las afueras de los centros urbanos. Ante un Rosas que espera la cooperación de todo Ixtepec, la figura de Abacuc articula la tanto la confrontación y el disenso hacia los caudillos. Al atribuírsele la violencia en la sierra y la partida de los hombres de clase trabajadora Ixtepec, los caudillos convierten a Abacuc en la razón por la cual el padre Beltrán abandona su trabajo y en explicación de la desconfianza de la gente, cuando ambos hechos responden a una sensación de malestar genuina y legítima. Así lo demuestra el hecho de que la gente se ampare en la oscuridad para gritar vivas a los cristeros y aumentar el temor del enemigo desconocido entre los militares.

El malestar anterior se reduce momentáneamente cuando tres mujeres de clase alta ofrecen una fiesta para reconciliar al pueblo con su caudillo. No obstante, la fiesta termina por exacerbar el clima conflictivo, propiciando el acercamiento de Rosas a Isabel Moncada y radicalizando las acciones violentas contra la gente. La criminalización de los civiles con mayor poder de Ixtepec sella un círculo vicioso en el que la investigación de desapariciones genera sucesivas desapariciones e investigaciones. La generalización de la violencia apura la salida de individuos de todos los sectores ante la escasez de alimentos y la obligación de satisfacer los avances sexuales de los militares. Aunque la detención del padre Beltrán parece cerrar el enfrentamiento histórico en términos locales, la detención y muerte de Nicolás Moncada –hermano de Isabel– genera en Rosas el reconocimiento de su propia naturaleza destructiva. El sentimiento de culpa propicia la partida del caudillo, y con ello, la muerte de una Isabel que no se perdona haber contribuido a la desaparición de su familia y comunidad.

Me parece fundamental notar cómo la opción formal dominante en la novela, marcada por un narrador que asume la voz de Ixtepec, plantea cómo el exceso de la razón autoritaria en el caudillismo limita la continuidad del tiempo y la comunidad. Con una trama focalizada en la experiencia local de un proceso histórico nacional, Los recuerdos del porvenir enfatiza los peligros de la razón individualista en procesos comunitarios e históricos. En este aspecto, la novela de Garro guarda afinidades con varias novelas del canon mexicano: Los de abajo de Mariano Azuela, Balún-Canán de Rosario Castellanos, y Pedro Páramo de Juan Rulfo, entre otras. Más allá de las diferencias formales y de asunto, todas se ocupan de cómo el exceso de la razón patriarcal anula lo social. Por otro lado, la lectura de esta novela permite advertir la frecuencia con que existen desfases ideológicos entre trabajo y discurso en la obra de un escritor, y, al mismo tiempo, advertir que la postergación de la lectura y valoración de la obra de algunas escritoras sigue siendo una tarea pendiente.  [José Miguel Herbozo]

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