Boquitas pintadas (1969) es la segunda novela del narrador (cronista, guionista y novelista) argentino Manuel Puig (Coronel Villegas, Argentina, 1932 – Cuernavaca, México, 1990). A partir de un intercambio epistolar entre Nélida Fernández de Massa y Leonor Saldívar tras el fallecimiento de Juan Carlos Etchepare en 1947, Boquitas Pintadas aborda la interacción de sus personajes entre 1934 y 1937, hasta el presente de la narración, a fines de la década de 1960. Compuesta de dos partes y dieciséis capítulos, Boquitas pintadas entrega una historia aparentemente centrada en el consumo del artefacto pop latinoamericano de los años treinta en Coronel Vallejos, un ficticio pueblo periférico argentino. Sin embargo, el desenlace de las intrigas sentimentales propuestas permite ver cómo la lógica del entretenimiento codifica la experiencia.
Ante el tedio que le generan las labores domésticas, Nélida –o Nené– confiesa su amor por Juan Carlos Etchepare a Leonor Saldivar, recapitulando epistolarmente hechos de la juventud de los tres. Al igual que en otras novelas de Puig, la trama se sirve de las intrigas cruciales para la fórmula sentimental de radionovelas, telenovelas y canciones, transformando el tedio doméstico en retrospección amorosa. Pronto ocurre que el recuerdo del enamoramiento juvenil permite a los lectores identificar la operación de prácticas morales, eróticas y criminales vinculadas a lo sentimental. El envío de cartas entre Nené y Leonor –en los capítulos uno, dos y quince– permite que la narración figure la continuidad entre el deseo sexual –consumado o no– y la sociabilidad de un pueblo periférico como Coronel Vallejos. Por medio de cartas y diálogos, la novela muestra que las estrategias que organizan los artefactos de la cultura de masas –erróneamente limitados al gusto femenino o popular– influyen en el sentir y el pensar de la gente. Al enfocarse en la mentalidad del sujeto que considera sus valores mejores que los de los demás, Boquitas pintadas permite reconocer que la interpretación que convierte lo social en binomio, que basa su entretenimiento en la descripción sensacionalista, y que apela a la ambigüedad moral para censurar en otros lo que permite para sí, son comunes a todos.

Con la dramatización de un asunto amoroso en cartas, publicaciones de tabloide, conversaciones espontáneas y programas radiales, Boquitas pintadas hace del enamoramiento culposo y ambiguo de dos mujeres por un mismo hombre una muestra de cómo la satisfacción personal afecta lo social. Lejos de la idea por la cual el efecto del melodrama termina cuando su público desconecta del artefacto u objeto narrativo, las estrategias del placer visual o textual que exacerban el sentir subjetivo pasan de la figuración textual o visual a la codificación de la experiencia. El seguimiento a los habitantes de Coronel Vallejos constituye una muestra de sensibilidades en las que el exceso sentimental subjetivo es transversal a toda la comunidad. Entre sus muchas virtudes, las novelas de Puig cuentan la de figurar cómo la experiencia urbana privilegia la propia emoción en detrimento de otras dinámicas, agentes y factores.
Si bien puede pensarse que el paso del melodrama de lógica a sensibilidad responde a los acentos de Puig, la especificidad y variedad en el diseño de personajes como Juan Carlos, Raba, Mabel, Nené o Pancho muestra que lo melodramático no se limita a una versión descuidada o empobrecida de la forma textual. En ese sentido, pienso que es importante notar que Puig no incluye, sino que recrea y versiona objetos de fórmula como folletines, novelas rosa, narraciones radiales, publicaciones periódicas y canciones reales en momentos en que ellas interpelan a sus personajes. Es a través de dichas interpelaciones que Puig revela a sus lectores que el melodrama no radica en el formato, soporte, protagonista, escenario, tema o presentación de un artefacto audiovisual o textual, sino que consiste en el impulso de entender los eventos desde la satisfacción de las propias expectativas. Lo que hace que Puig resulte un narrador fundamental en la literatura latinoamericana es su habilidad para componer un relato que, desde la recreación de las interacciones cotidianas, figura cómo el exceso emocional subjetivo resulta democrático.
Basta revisar el tratamiento del protagonista Juan Carlos Etchepare para confirmar que el melodrama se instala en la interpretación de los hechos antes que en los formatos de los textos o sus soportes. Para ello pienso que es esencial notar que Puig, que renuncia a la función del narrador controlador, construye a sus personajes a partir de las cosas que estos dicen y hacen. El caso de Etchepare no es distinto, pues accedemos a él por su propia palabra –sus cartas a Nené en el capítulo siete, sus conversaciones en diferentes capítulos–, pero también desde la opinión de su madre, su hermana, la de Nené y la de su amigo Pancho, la de la gitana que le lee las cartas, entre otros puntos de vista. Si bien los recursos expresivos de Juan Carlos son limitados y el narrador de Boquitas pintadas se dramatiza pormenorizadamente sus limitaciones, un asunto clave de esta novela es cómo la sensibilidad melodramática se reviste de autenticidad y sencillez. En ese sentido, todos los personajes del libro silencian sus hábitos cotidianos de violencia, así como la normalización de prácticas de estatuto moral y ético dudoso, incluso cuando resultan contradictorias para los valores de los personajes. A diferencia de la literatura modelada por el texto de autoayuda, como la lectura que celebra el contentamiento del ego en la narrativa del giro subjetivo y la autoficción, las novelas de Puig dramatizan, versionan o recrean las distintas interpretaciones melodramáticas de sus personajes, no las confirman, respaldan, avalan o aplauden. Esto esta relcionado a otro factor clave de las novelas de Puig, en las que siempre se señala la tensión entre el propio deseo –erótico, político o de cualquier índole– y los derechos de los demás. Leer a Puig en estos días me lleva a pensar que la dramatización del melodrama presente adquiere sentido no en su suscripción acrítica o su apropiación para la distinción en el consumo, la literatura o el arte, en los cuales el consumidor o usuario resulta prestigiado, sino para mostrar los peligros de imponer la propia emoción a los derechos de los demás. En esto hay que advertir que la apariencia de recreación de artefacto de la cultura popular que tienen las novelas de Puig expone, con su renuncia a la palabra del narrador controlador y su desaparición en la figura del administrador del material narrativo, las contradicciones en el punto de vista de los personajes.
Además de refutar que la interpretación por la cual el melodrama responde al patrimonio o el género, los personajes de Boquitas pintadas permiten notar que es la interacción social la que más bien responde todavía a la interpretación jerarquizante, así como al trabajo del prejuicio y el rumor. En un comportamiento modelado por una cultura impresa y audiovisual en la cual el entretenimiento, el consumo, las relaciones familiares y el erotismo se explican por la ‘verdad’ de lo que cada uno ‘siente’ o la ‘capacidad de conmover’, la división jerárquica de lo social vuelve a aparecer con la vana necesidad de afirmar la identidad para sobreponerse al resto. Lejos de sintonizar con las fantasías estabilizadoras de los autoritarismos que tomaron el poder en las décadas de 1960 y 1970 en varios países de América Latina, o en sus trasuntos conservadores de hoy, cada libro de Puig muestra que el autoritarismo tiene su origen en el sentimiento subjetivo de superioridad que aparece en nuestras sociedades con espeluznante caracter democrático. Así lo ilustran personajes como Juan Carlos, Pancho, Nené, Leonor y Raba, que se distinguen en gustos, rasgos biológicos y procedencia, mas comparten la seguridad –consciente o no– de que lo emocional es el núcleo de la vida. Si estos personajes pasan a la vida adulta como apostador mujeriego y joven afin a un contexto lumpen vuelto policía, o como adolescentes sentimentales vueltas ama de casa o empleada, Puig figura cómo todo lo que se siente como si fuera auténtico, privado o genuino dista de serlo, pues resulta de la circulación de discursos, habitos e interacciones preexistentes.
Boquitas pintadas ilustra que la expresión de la emoción subjetiva no supone una expresión textual simplificada. Dado que Puig aborda el sentimiento de excepcionalidad desde la crisis de representación, la dramatización de formas comunicativas como las cartas personales, las notas en agendas, la corriente de conciencia, la imitación de la oralidad del diálogo presencial o telefónico, las publicaciones de tema sentimental, partes policiales, médicos y ministeriales, álbumes fotográficos y descripciones de espacios, entre otras, plantea un reto en las habilidades expresivas de un narrador. En ese sentido, el hecho de que el exceso sentimental esté codificado en términos de aparente inteligibilidad o transparencia no significa que el narrador deba aligerar –como demanda la aproximación al relato basada en acción, emoción, escena y personaje– su trabajo con la forma. Por el contrario, Puig señala un camino que puede ayudar a pensar en nuevos programas narrativos a partir de la figuración de la oralidad y el tratamiento del sentir.

La recepción inicial de la obra de Puig solía afirmar equívocamente que su narrativa era un mero trasvase de materiales preexistentes, ya disponibles en los artefactos e interacciones de la modernidad urbana europea, norteamericana y latinoamericana. Al componer interpretaciones arbitrarias y casuales del pasado y el presente, Puig escribe una obra en la que se recrean lugares comunes de vasto uso. Si en Boquitas pintadas esas interpretaciones ‘casuales’ figuran cómo la interpretación popular de la experiencia moderna recorre todo el espectro social, una novela como El beso de la mujer araña (1976) manifiesta cómo los clichés anteriores distan de ser formas menores, pues afectan la identidad más allá de la clase o el patrimonio de las personas, así como el pensamiento de sectores que se piensan renovadores de la escena artística o política. En esta última novela, Valentín Arregui o Luis Alberto Molina no solo permiten figurar como una dictadura normaliza la intolerancia al legitimar la eliminación represiva de la diferencia; también expone cómo los propios sectores marginalizados se definen por valores en los que el foco en la propia identidad –la del queer y la del activista político– genera circunstancias de falsa conciencia ególatra. Tanto Boquitas pintadas (1969) como El beso de la mujer araña (1976) son ficciones en las que la obsesión de los personajes por satisfacer sus convicciones genera la continuidad y el reforzamiento de las desigualdades y las diferencias. En el plano de la composición narrativa, la obra de Puig demuestra que la expresión de las reacciones emocionales dista de la mera reproducción de los artefactos de la cultura popular. Mientras el recurso y la cita del artefacto pop son hoy por hoy prácticas canónicas y envejecidas, la recreación que practica Puig requiere de variedad en el punto de vista y la expresión escrita para exceder unos códigos de lo coyuntural que ya no dominan la cultura de masas latinoamericana. Antes que la cita del pop de una época, pienso que lo que persiste de Puig es su tratamiento de la lógica que organiza lo social, dentro y fuera de las fantasías de los sectores artísticos y/o letrados. [José Miguel Herbozo]